Ha muerto un pescador. Uno de los penúltimos de su especie que quedan en Eivissa. Hablamos de Joan Ribas Ferrer, de Can Portmany, que nos acaba de dejar a los sesenta y siete años tras sufrir una grave enfermedad.
Joan Portmany era uno de esos ibicencos que no pueden alejarse del mar que conocen desde que eran niños, de los que se levantan antes del amanecer para sacar la barca de la caseta, y que, a bordo, utilizan palabras cada día más olvidadas. De los que saben que los pescados de mejor sabor son los que más espinas tienen en su carne, y prefieren navegar poco a poco, con un llaüt o una chalana, antes que surcar las aguas con una lancha de potente motor. No es casualidad, por tanto, que Joan Portmany pasara la mayor parte de su vida en una cala, ses Boques, sin la cual no se entendería todo lo que hizo rodeado de sus seres queridos.
Joan Portmany nació y creció en la parroquia de Es Cubells y formó parte, a la vez, de dos generaciones muy peculiares. Por un lado, fue uno de los primeros ibicencos criados en el campo que subieron hasta el Seminario de Dalt Vila para estudiar más allá de la educación básica, y que luego salieron de la isla para completar una carrera universitaria; en su caso, Magisterio en Palma y Barcelona. Por otro lado, también lo encontramos entre los ibicencos pioneros al frente de un negocio turístico; en su caso, y con la ayuda de su padre, abrió un chiringuito de madera en Ses Boques en la primavera de 1974. Allí se puso a cocinar pescado cuando solo tenía diecisiete años. Su biografía, por tanto, sirve para entender cómo la isla pasó de la subsistencia a la modernidad en apenas unas décadas.
Entre esas dos vocaciones, la educación y la cocina, transcurrió la vida de Joan Portmany. Enseñando catalán a los adolescentes que llegaban al instituto Quartó de Portmany de Sant Antoni y reivindicando y modernizando el recetario marinero que había aprendido de sus mayores (bullits, guisats, salmorres, arroces, pescados al horno, a la plancha, fritos…), siempre usando producto local. Una tarea que nunca habría podido sacar adelante si no hubiera trabajado codo con codo con su esposa, Lourdes Tur, y, más tarde, con los dos hijos que tuvieron, Joan y Lourdes.
Los dos oficios que desarrolló en paralelo aglutinaban la verdadera razón de ser de Joan Portmany: Eivissa y, en particular, su pequeño pueblo, Es Cubells. Las mismas leyendas, los mismos refranes, las mismas historias y anécdotas sobre la Eivissa en blanco y negro que conoció de joven, y que contaba en clase cuando se olvidaba, a menudo, del libro de texto, podía contarlas, al acabar el servicio y salir de la cocina, en la terraza del restaurante en que acabó convirtiéndose aquel chiringuito de madera. Así, fueran ibicencos o turistas, españoles o extranjeros, Joan Portmany acabó entablando amistad con muchos clientes que le dieron la oportunidad de viajar por todo el mundo (y entrar en muchísimas cocinas para observar y aprender otras formas de hacer).
Esa red de amigos sigue bajando cada verano hasta Ses Boques, uno de los pocos lugares que conservan lo que su fundador siempre reivindicó como el “verdadero turismo de calidad, el que cuida de las calas y la costa”. No es casualidad que en los años noventa participara en el movimiento ciudadano que reclamó más protección para el entorno de Cala d’Hort, donde se quería construir un campo de golf y levantar una urbanización que habría transformado por completo un paisaje que se conserva rústico pese a la masificación que sufren rincones como la torre des Savinar.
Por alguna razón, Joan Portmany confiaba en las cosas pequeñas. Es decir, en una comida preparada con producto cercano y acompañada de un buen vino. En la cocina tradicional acariciada por el rumor de las olas. El escenario donde mejor fluye una conversación animada entre amigos. La mejor manera, lenta y auténtica, de disfrutar de los lujos sencillos que regala el Mediterráneo, del que Joan Portmany (nieto de un pescador que emigró a Cuba, donde recogía esponjas buceando a pulmón, e hijo de otro pescador que fundó una de las primeras empresas de construcción de la Eivissa del despertar turístico) siempre estuvo enamorado. Aunque, lamentablemente, no tuvo demasiado tiempo, en sus últimos dos años ha podido transmitir esa pasión a Audrey, su primera nieta.
Descanse en paz.
Por Pablo Sierra del Sol

