Hace un tiempo estuve en Varanasi, una de las ciudades más antiguas del mundo. A orillas del Ganges, entre templos y mercados, vi algo que nos cuesta imaginar desde este lado del mundo: la convivencia real entre diferentes. Un barrio hindú y otro musulmán comparten el espacio desde hace siglos. No es una convivencia perfecta, pero sí una relación sostenida por la vida cotidiana: comercio, saludos, celebraciones, ayuda mutua. También vi algo parecido en Marrakech, en el antiguo Mellah, el barrio judío que todavía conserva su memoria y una presencia viva. Y en Estambul, donde iglesias, sinagogas y mezquitas se levantan a pocas calles unas de otras, como testigos de un pasado (y un presente) donde la diversidad no era problema.
Esa imagen contrasta fuertemente con lo que solemos llamar “mundo desarrollado”. En muchas sociedades occidentales, inmersas en un modelo cada vez más individualista, solipsista y digitalizado, se nota una creciente incapacidad para aceptar lo distinto. Se exige asimilación, no integración. Se habla de tolerancia, pero solo mientras no haya una diferencia real que nos incomode. Bajo una apariencia de apertura, muchas veces se esconde una necesidad de uniformidad: quien piensa distinto, quien cree distinto, quien viene de otro lugar, pasa a ser visto como amenaza o minoría en el mejor de los casos.
En Europa, los discursos antimigración crecen sin pausa. Los partidos de extrema derecha, con mensajes xenófobos y antiislámicos, han aumentado su representación en la última década. En Estados Unidos, la polarización es cada vez más profunda, y las diferencias raciales y religiosas siguen siendo utilizadas como herramientas políticas. Es evidente que no parece que estemos avanzando hacia una sociedad más abierta, sino hacia una más temerosa, paranoica y sesgada.
Creo que una de las raíces del problema es el modo en que estamos entendiendo la identidad. El modelo actual promueve un yo autosuficiente, desvinculado, casi blindado. Todo se ha vuelto mercancía, incluso la cultura, incluso quiénes somos, y en ese proceso, el otro deja de ser alguien con quien convivir para volverse alguien que pone en jaque nuestra propiedad y por ende nuestra comodidad. Si no se parece a mí, me incomoda. Si no piensa como yo, es una amenaza.
La diversidad no es una anomalía, ni un terrorismo. Es parte de lo que somos y es riqueza. Y en muchos rincones del llamado “mundo periférico”, eso sigue siendo evidente. No porque sean lugares ideales, pero si porque conservan formas de comunidad que no dependen de la homogeneidad.
Si seguimos alimentando esta lógica de exclusión y miedo, el costo no será solo político. Será profundamente cultural.
Samaj Moreno