Cada temporada la isla empieza de nuevo, por eso no envejece. A veces parece incluso lo contrario. Es como si viviera rebotando entre la temporada y el invierno. Dos polos. Estados anímicos antagónicos. Bipolares. Esto se repite una y otra vez sin llegar a ningún sitio. Digo “sin llegar a ningún sitio” porque toda construcción sustancial necesita una tradición. Tradición no en el sentido de pasado, sino de pertenencia.
Aún queda el residuo de los autóctonos, los pagesos, de donde se rasca una tradición nostálgica. Pero en muchos casos se queda más en representación que en verdadera vida tradicional. Falta fluidez, continuidad. Cuando llega la época estival, son los temporeros quienes vienen unos meses a hacer fortuna; cuando se acaba la temporada, vuelven a sus tierras o se van de viaje. Pocos son los que se quedan.
Los que permanecemos —llamados residentes— sufrimos los efectos de esa falta de estructura que se manifiesta en el tejido social.
El presente de Ibiza es líquido. Se adapta, se desliza, se disuelve. Cada verano llegan miles de personas con sus propias ideas de lo que la isla debe ser. Unos la buscan espiritual, otros libertina, otros simplemente rentable. Y la isla, paciente y dúctil, adopta todas las formas sin comprometerse con ninguna.
La idea de pertenecer aquí resulta casi exótica. Nadie es del todo de Ibiza. Los de fuera la ocupamos con entusiasmo; los de dentro la observan con distancia. El isleño se convierte en espectador de su propia tierra, testigo de una coreografía que cada año cambia de intérpretes. Lo que antes era raíz ahora es superficie, una manera de adaptarse al visitante. El turismo no solo transforma el paisaje físico, sino también el social: altera la forma de mirar, de hablar, de desear.
El invierno ibicenco tiene algo de posguerra emocional. Los locales nos reconocemos entre sí como si hubiéramos sobrevivido a una tormenta. Los bares que permanecen abiertos son trincheras donde se conversa con cierta melancolía. Se habla del verano como quien recuerda un sueño que no termina de ser propio, como si habláramos de una batalla. La isla se sacude el polvo del verano, pero en el fondo ya espera el siguiente.
Esa espera se habita con una erudición de supervivencia que mezcla hedonismo y resignación. En esa combinación de cansancio y promesa que flota al caer la tarde, en el rumor de los ferris, en el viento de poniente, se percibe la respiración verdadera de la isla. Ibiza, con su aparente falta de estructura, guarda una forma de eternidad que no se parece a la permanencia, sino al renacimiento. No envejece porque no se deja atrapar.
Pero esa juventud perpetua también implica pérdida: sin raíces, todo florece rápido y se marchita igual. La renovación constante evita el desgaste, pero también la madurez. Es un lugar condenado a comenzar siempre de nuevo.
Y quizás en ese recomienzo continuo se oculte una forma de ciencia: una lección sobre la impermanencia, sobre el valor de lo que no dura. Ibiza enseña, a su manera, que la belleza no está en lo que permanece, sino en lo que insiste en volver, aunque cambie cada vez. Su eternidad no es inmóvil: vibra.
Cada temporada la isla vuelve a empezar, pero no exactamente igual. En cada repetición hay una ligera variación, una grieta nueva en el mito. Quizás ahí, en esa fisura casi invisible, se esconda lo más verdadero de Ibiza: una juventud que no proviene de la novedad, sino de su capacidad para morir y renacer una y otra vez, sin dejar de ser isla, sin dejar de ser ella misma.
Samaj Moreno