Decía Sabina que Comala le enseñó a no tratar de volver donde había sido feliz. Afortunadamente, ni he pisado jamás Comala ni acostumbro a hacer caso a los consejos. Así que, año tras año, desde aquella mi primera aparición en 2001, irrumpo en el Festival de Cine Fantástico de Sitges para luego vomitar mis impresiones, vivencias y demás banalidades en noudiari.es. La crónica que nadie pidió pero que no sabíais que necesitabais.
Soy consciente que ir a Sitges (el festival, no la preciosa localidad barcelonesa) se ve desde fuera como un ejercicio de frikismo. Comprendo perfectamente esa percepción del no iniciado: una horda de nerds, camiseta riguroso negro solo interrumpido por el careto de Freddy Krueger o el nombre de alguna película de 1983 desconocida para el 99,9% del pueblo llano, hablando de films o directores que casi parecen un dialecto derivado del castellano más que castellano, y sangre y vísceras emanando de la pantalla. OK, efectivamente, algo (bastante) de eso hay. Pero cada vez menos, y cada vez más de otras cosas. Va con las generaciones.
El perfil del personal que se pasea arriba y abajo por el pueblo los 11 días de certamen ha cambiado. Para empezar, una diferencia latente: me atrevería a decir que la paridad de género es casi total. Ojo, tanto en el público asistente como detrás de las cámaras. Decenas de directoras se abren paso en un mundo que hace no tanto era estrictamente masculino. Y es lo mejor que le ha pasado al género en el siglo XXI. Coralie Fargeat (La sustancia), TE AMO.


Otro cambio sustancial, valga la redundancia, y este es un cambio para mal, es el perfil del caza autógrafos/fotografías. Sigue habiendo de los genuinos, simples fans emocionados de poder ver de cerca a estrellas más o menos luminosas. Porque Sitges es un festival maravilloso para eso, sobretodo si no te importa aflojar 3 eurazos por un café en vaso de cartón o 4,50 por una cerveza para echar el rato voyeur en el Jardín del Hotel Melià, centro neurálgico del certamen. Pero luego voy a eso. A lo que iba es a una nueva invasión, peor que la de los ultracuerpos: la de los cazatesoros hijos del ultraliberlismo. Aquellos especímenes que plantan el campamento en el hall del Hotel a la caza de firmar sus pósters, revistas o carátulas para luego mercadear con ellas en Wallapop o similares y hacer el business. Legal, sí, pero repudiable. El central del Barça Íñigo Martínez ya se encargó de ponerlos en su sitio a la salida de un entrenamiento.
Pero hay cosas que no cambian. Por ejemplo, la posibilidad de cruzarte con el protagonista de la película que acabas de ver, felicitarle sinceramente y desearle suerte en su recorrido comercial. Era española, la necesitará. También toparte con el director que un día pareció entusiasmarse con un guion tuyo, pero el enamoramiento se fue a los pocos días como lágrimas en la lluvia. No tuve valor de acercarme a que me pusiera cara y recordarle que seguía disponible. Seguiré sin mi Goya.
No pude evitar emocionarme al ver a Benedict Cumberbatch desfilar por la alfombra roja. Cuanta clase, nuestro Dr. Extraño. El inglés ha sido el “cabeza de cartel” en la red carpet de un Festival que no apuesta por el glamour. Ni puede permitírselo ni es en realidad su esencia. Mucho mejor cruzarte a las 2 de la mañana, saliendo de un pase, a Pucho, líder de Vetusta Morla. Más underground. Nadie, ¿curiosamente? pareció reconocerle. Allí no juega en casa.

Quien desde luego sí juega en casa en Sitges es J.A. Bayona. El multipremiado director de El Orfanato o La sociedad de la nieve se pasea por el festival cada año como Roger Federer por el All England Club. Ya sea como director, productor, jurado o espectador, es IM PO SI BLE no verle por allí. Quien no tiene una foto con él no ha estado en Sitges.
Y, claro. Más allá de todo este salseo, de las caminatas/carreras, de los cafés para aguantar en una bizarrada cósmica japonesa a las 2 a.m., de los reencuentros con amigos, del calor verbigracia del cambio climático, de las tormentas, del rehacer tu planning de visionados por un comentario de alguien del que te fías o de un simple tuit, más allá de todo eso, Sitges es cine. Películas. Muchas. Demasiadas. Ni más ni menos que 252 se han exhibido este año. Entre ellas, por cierto, nuestra Carlos Cardona, un ibicenco en Hollywood, el documental de José Luis Mir sobre el pitiuso que se ganó un lugar en la meca del cine como inventor, creador de decorados y efectos especiales la primera mitad del siglo XX. Ya vista en pases especiales en la isla, ahora ha sido mostrada al mundo. Y entre ellas, también, un engendro bochornoso llamado Balearic que, afortunadamente, solo nos toca de refilón precisamente en eso, en su título. Pero de cine hablaré en la segunda parte. Que aquí había venido a cotillear.
