Cuando Michael Jackson se cambia el color de la piel, trasciende el icono pop y se convierte en algo difícil de catalogar. Jim Morrison hacía las entrevistas de peyote, y Rocío Jurado, de alita de mosca. Rosalía, en cambio, habla del trece catorce con la urgencia de quien sabe que posee ese trozo de escenario que nada ni nadie puede ya arrebatarle.
Es parte —y harina— de esa máquina de hacer churros que llamamos capitalismo feroz. Lo viste, lo canta y lo decora con un servilismo de corrección política propio del wokeismo ilustrado, con tintes de Paulo Cohelismo y un barniz de espiritualidad en serie, muy propio de la génesis de mercados del norte global.
Y mientras el envoltorio brilla tanto que deslumbra, se diría que ha olvidado leer a Bergson: esa duración interna, ese tiempo real que no se mide en likes.
Porque aún lleva dentro el pueblo donde nació, y la aprobación de su abuela —y del bisbe— es tan necesaria como los mensajes de TikTok, que, vistos así, parecen una cuenta atrás hacia lo que podría ser una bomba kubrickiana: una explosión estética y perfecta.
Cuando Broncano le pregunta por Berghain, a la postre notas que duda. Duda porque quiere llenar de sentido el título de algo que traspase esa capa lisa y brillante de la que tanto habla el filósofo de moda, Byung-Chul Han. Pero en ese titubeo también se revela: en su contradicción está la forma más pura de su autenticidad contemporánea.
Porque la tragedia de Rosalía no es la coca, ni el peyote, ni el cambio de color de piel: ella es más de TikTok. Ahí, en esa inmanencia de mujer blanca y hetero, su verdad trasciende y se santifica; se convierte en harina pura, sin cortar, en Blanca Nieves, en paloma.
Excitada por esa doble moral —entre el barrio y Miami Beach, entre la misa y el escenario—, se muestra en la carátula del disco con camisa de fuerza.
Que, como diría Diane a Renton, acaso no sea eso lo que queremos todas.
Samaj Moreno






