La idea de construir algo siempre ha sido más un acto de cortejo que de imposición. El cortejo es intrínseco, es la fórmula mágica que permite el amor en pareja, la familia, el ayuntamiento y cualquier gesto que implique convivencia. Incluso de ahí beben todas las artes de propaganda: del cortejo, de la seducción; al menos, de la bien hecha.
“El macho colibrí corteja. Con el cuerpo diminuto y el corazón acelerado, se vuelve una sílaba de luz suspendida en el aire.
Frente a la hembra —quieta como un pensamiento que aún no se decide— dibuja círculos que no son círculos, sino promesas.”
La nueva ola de muchachos que votan a la extrema derecha tiene algo de hembra de colibrí, pero ofendida, muy ofendida.
Los discursos acusatorios de las izquierdas, convertidos en imposiciones de una realidad necesaria —sí, pero mal pensada, mal vendida y mal interpretada— han sido su talón de Aquiles. Y la derecha lo ha sabido capitalizar extremadamente bien.
La chavalada de entre 18 y 30 años —según datos del CIS; un dato importante: un 80% hombres— hoy se entiende y se siente mejor con el discurso de Vito Quiles y Abascal que con el de Susana Díaz, Ione Belarra o incluso Gabriel Rufián.
Porque la izquierda suele recurrir a un discurso medioambiental, migratorio y feminista excesivamente cargado de acusaciones y carente de una retórica atractiva e inspiradora. A cualquiera le gusta más que le inviten a que le obliguen; sería como violar su voluntad. Algo que, hasta hace bien poco, era más hábito del conservador, hábito de derechas.
Los que andamos en los segundos veinte o ya empezamos a pensar en el plan de pensiones tenemos otra sensación.
Vemos un teatrillo en el Congreso y nos quejamos del 23% de IRPF, pero al final la dopamina de Netflix, el sofá y el finde de paseo por Perpiñán ablandan cualquier gesto de indignación.
Es la indiferencia de quien cree que ya viene de vuelta y con suficiencia sentencia:
“Los políticos son todos iguales”.
De ahí que el target sea la chavalada.
La chavalada no es que sea mala persona, a priori; es que se siente ofendida. Está ofendida. Se les acusa, se les rechaza y se les impone un discurso cegado por una rabia o ajuste de cuentas que apenas entienden —ellos ya no son sus padres ni sus abuelos—, y claro, lo metabolizan de manera visceral, irracional.
Y, en realidad, son una minoría.
No son tantos los chavales que, ofendidos, se aferran a ese clavo ardiendo, a esa extrema derecha. Son pocos, pero hacen tanto ruido que son capaces de ensordecer todo discurso a su alrededor. Porque portan ese espíritu furioso, joven y con ganas de cambio que existe y coexiste en toda sociedad que se precie sana.
Son la burbuja de oxígeno que agita el agua estancada para devolverle el movimiento, la vida.
Se podría pensar que ese espíritu pertenecía a la naturaleza de la izquierda. Pero en un momento en que el resultado inmediato es un impulso natural y donde la costumbre de la chavalada es obtener respuestas rápidas —sobre todo en sus circuitos de actividad: las redes sociales—, el conglomerado de activismos de la derecha ha sido, con creces, más acertado. Ha ajustado el dial para escucharles y los ha cortejado, los ha seducido, ha conectado con ese espíritu, como el colibrí.
“Frente a ellos —quietos como un pensamiento que aún no se decide— dibuja círculos que no son círculos, sino promesas.”
Podemos embarrarnos en que son falsas promesas, en que todo es una estrategia de propaganda de manual.
Qué torpes, sin darse cuenta de que les están haciendo la 13/14, moviéndolos por el tablero del amo y del esclavo mientras les endosan el discurso de turno, perfectamente empaquetado para que lo abanderen y repitan sin pensarlo.
Bien. Perfecto: sentencia pronunciada con la frente muy alta, exhibiendo esa superioridad moral del intelectual de izquierdas que ha leído a Simone de Beauvoir y a Judith Butler, que se siente heredero directo de Clara Campoamor y cita a Gramsci únicamente para subrayar, con mayor énfasis, la solidez de sus convicciones y de su discurso, que —hay que decirlo— se queda vacío cuando no sirve a su propósito.
Pero hay una realidad a la que atender: los resultados.
Y los resultados dejan claro que algo no se está haciendo bien.
Samaj Moreno






