Sus condiciones de vida ya eran lamentables, pero ahora incluso son un poco peores. Si a muchas personas que viven en casas de ladrillo y cemento, las lluvias y su reguero de agua y barro les ha supuesto un duro golpe, resulta difícil imaginar cómo debe haber sido vivir esta experiencia bajo una lona y entre unos palés, como es el caso de las centenares de personas que subsisten en el campamento de infraviviendas situado junto al Recinto Ferial.
“Entró mucha agua dentro. Todo mojado. La ropa, los zapatos, todo”, explica Baba, un emigrante saharaui que vive instalado desde hace seis meses en una chabola en este campamento. Pese a que la infravivienda, hecha con maderas y palés, tiene una estructura sólida, se encontró en el camino del agua que bajaba por las colinas de Can Misses. Además, también hubo filtraciones de agua del techo.
“Me llegó el agua hasta aquí”, dice, señalándose la rodilla. Ahora su obsesión es secar la ropa de una vez, por eso ve esperanzado como tímidamente el sol empieza a aparecer en el cielo, por primera vez en una semana. Pese al susto que se ha llevado, Baba no tiene previsto moverse de aquí: “Los alquileres son demasiado caros”. Ahora está terminando la temporada en un negocio de alquiler de coches y, cuando llegue el invierno, asegura que buscará trabajo en la obra.
Otro de los que lo pasó muy mal es Said, que trabaja de friegaplatos en un restaurante y que después de la lluvia del pasado sábado sufre un persistente resfriado. “Caía mucha agua del techo, no lo resistió”, comenta. El suelo quedó empapado, y han tenido que cubrirlo con cartones que, estos también, han quedado impregnados de humedad: “Algunas cosas las pude proteger con el plástico pero la mayoría de ropa y de comida se me mojó”.

Al margen del destrozo causado por las lluvias, a día de hoy, el campamento chabolista del Recinto Ferial presenta el peor aspecto que le recuerdo en los dos últimos años. Jamás había visto tanta acumulación de comida en mal estado, plásticos y basura. Hay muchísimas moscas. El lugar es un foco de insalubridad.
Otra chabola que estuvo a punto de desmoronarse fue la de Kenti. Las moquetas que cubrían el suelo de madera quedaron empapadas. Una parte del techo cedió y, todavía hoy, la humedad lo impregna todo. Esta mañana le acompaña Chama, un amigo que trabaja de vigilante nocturno y que, tras su turno, se ha acercado para traerle comida. Explica que él no vive en la chabola, sino en un piso patera en ses Figueretes: “Pago 300 euros por estar en una cama”. Explica también que en ese piso viven apelotonadas unas “trece o catorce personas”. “Cuando llegue el invierno me vuelvo a Pamplona, que es donde tengo a la familia”, comenta.

Tuvo más suerte Bashir, cuya chabola no estaba en el transcurso del torrente, sino que el agua la rodeó. Además, él presume de ser un manitas y de que su choza es de las mejores de todo el campamento: “No hay hacerlas directas en el suelo, sino que hay que levantarla un poco con unos palés y unas patas, y así el agua pasa por debajo”, comenta con legítimo orgullo. “He tenido suerte porque el agua me pasó de largo”, admite después, “aquí ha habido gente que ha terminado con el agua hasta la rodilla”.
Ha venido a su chabola a despedirse Omar. Hoy abandona la isla y regresa a su casa, en Madrid. Se trae consigo una maleta con su ropa y el patinete eléctrico que usa para desplazarse. Estos son todos sus bienes. “Termino la temporada. He ahorrado un dinero y me vuelvo a casa”, explica. Ha trabajado de cocinero en un restaurante, y aunque le ha ido bien porque ha podido ahorrar, confiesa que vivir en estas condiciones desgasta mucho: “Tengo ganas de irme ya”.
Su chabola ahora quedará vacía, pero pronto será ocupada por otro emigrante saharaui: “Me la cuidará hasta el verano que viene”. Y, con una sonrisa, Omar carga la maleta, se sube al patinete y se dirige al puerto: “Me espera el barco. ¡Hasta el verano que viene!”, y desaparece. Parece el más feliz de todos con quienes he hablado.
