Hace unas semanas sufrí un hurto en mi domicilio de Ibiza. El ladrón —con un gusto exquisito— se llevó una bicicleta plegable Tern Verge X11, varias camisas de Hugo Boss y —lo más doloroso— una estatua de Buda de cobre, regalo de mi familia el día que celebramos juntos la compra de mi casa.
Hasta aquí, nada fuera de lo desafortunadamente común. Pero lo que realmente me dejó perplejo fue la reacción de mi aseguradora, Santalucía Seguros. Esa misma compañía que proclama estar “cerca” y tenerme “seguro”, considera que, como no tengo testigos ni vídeo del robo, el hurto no existió. Tal vez esperaban que el ladrón dejara una nota manuscrita o subiera un vídeo a las redes sociales etiquetando a la aseguradora.
Durante años he pagado religiosamente mi póliza, con la puntualidad de un monje tibetano —posiblemente más constante que el propio Buda robado—. Pero cuando realmente he necesitado respaldo, he recibido silencio, tecnicismos… y una negativa.
Según la carta oficial que me enviaron, mi siniestro fue rechazado porque “solo aporté una fotografía desde el móvil”. Esta afirmación no solo es falsa, sino profundamente injusta. He enviado varias fotografías de la bicicleta en distintas fechas y contextos, incluyendo imágenes en las que aparezco con ella. Todo esto lo compartí incluso por WhatsApp con la agente asignada, quien me aseguró tras una llamada de 39 minutos que el caso estaba claro y que recibiría el importe en unos días. Pasado ese plazo, intenté contactarla para confirmar si necesitaban más documentos o facturas. No solo no atendió mis llamadas, sino que nunca más volvió a responder.
Yo, por mi parte, estuve totalmente dispuesto a colaborar. Fui claro y transparente desde el primer momento. Que se me diga ahora que “no hay pruebas” es una distorsión de los hechos difícil de digerir.
Así he aprendido que estar asegurado no significa necesariamente estar protegido. Que “hogar asegurado” puede ser una frase decorativa sin contenido real. Y que la confianza que uno deposita durante años se puede esfumar en segundos, entre cláusulas y excusas.
Escribo estas líneas no solo como desahogo personal, sino como advertencia para otros vecinos. Lean su póliza con atención, hagan preguntas incómodas y no se dejen llevar por los eslóganes. Porque uno descubre tarde —como yo— que la letra grande vende tranquilidad, pero la letra pequeña se deslinda de todo.
El ladrón se llevó mis pertenencias; Santalucía Seguros, mi confianza.
“Una vida contigo”, repite su eslogan. Pues será en la parte en la que uno descubre que está solo.
Aunque podría seguir aportando facturas, he optado por no hacerlo. No por falta de pruebas, sino porque hay límites que, cuando se cruzan, hacen que el dinero deje de importar. Me siento moralmente en la obligación de hacer pública esta experiencia, no por rencor, sino para advertir a otros asegurados. Eso, simplemente, no tiene precio.
Por Daniel Tur Ribas