Observaba Gregorio una hoja pajiza rodeada de otras muchas verdes que se movían con el viento en el árbol pero era la hoja pajiza la que despedía el sol de la tarde y la que deseó tocar. Tocó primero el nervio de la hoja y después pasó la mano por su borde suave y dijo entonces que el árbol también sufría.
A pocos pasos de ese árbol, arrimada a las casas, entre los espacios que dejan las losas de la acera, corre el agua de unas jardineras que no se ven, hacia abajo. Sólo los caminantes de mente tranquila saben que el agua de las jardineras se desvela y se oculta con la luz solar. Gregorio se paró a un lado del hilo de agua y pensó un rato en el sentido oculto de la vida, en lo que la vida nos depara.
Entre tanto, Carolina dudó tan sólo un soplo entre escuchar un ruiseñor y lo que hizo el vecino el fin de semana y ante la sorpresa de los que allí hablaban y desconociendo la estima que le otorgaban, cerró los ojos, inspiró y expiró lenta y hondamente, buscó el silencio entre tanta charla y se aisló definitivamente para escuchar el canto del ruiseñor.
Carolina buscaba belleza y la hallaba pero para descubrirla debía desechar lo que no la enriquecía que ya era mucho. Apartaba de su vista las colinas ocupadas por muros y hasta de la luz de la mañana se alejaba puesto que lo que la afligía, lejos lo quería ver.
Andaba Gregorio por una calle arbolada encontrando en los troncos sus palabras de papel llenas de esperanza y a su paso, leía y borraba las frases bonitas y los corazones que anteriormente ambos escribieron y dibujaron aquí y en farolas, en el caballito del parque y de un rollo de papel higiénico se llevó una gran tira llena de bocetos que formarían grandes palabras en los troncos de aquellos árboles.
Mientras Gregorio iba borrando sus frases bonitas se fijó en que el caballito del parque ya se veía deteriorado pues los niños jugaban con alegría y nadie lo reparaba y al parque acudieron Carolina y Gregorio por separado para borrar las palabras bonitas que escribieron con la mano derecha de Gregorio y la izquierda de Carolina en su lomo de goma.
Tiempo después tocó Gregorio una noche el hierro de su verja y supo que era otoño, pues en la verja su mano sintió gotas de lluvia y frío y aguardó a que los pájaros golpeasen el cristal de su ventana pues esto le gustaba más que el sueño y tanto Carolina como Gregorio pensaron el mismo día qué lejos ya debían de andar los dos y que las frases bonitas que un día escribieron juntos ya desaparecerían por las lluvias que con el otoño vendrían.
Jaume Torres