Elegimos vivir según nuestra forma de pensar. Estudiar o trabajar, tener hijos o no, viajar por el mundo o fundar un hogar y un largo etcétera.
Hoy vuelo a Madrid.
Seis cero cero. Apago la alarma. Tras diez minutitos más de arrumacos matutinos, humanos y perrunos, recibo un correo de la Agencia Tributaria. Decido leerlo en el acto. Error. Malas noticias. Tendré que gestionarlo a mi regreso, pienso mientras me lavo la cara.
Con el madrugón, escojo llamar a un taxi para ir al aeropuerto. De camino, el conductor —con algún cafecito más que yo, que iba a pelo por aquellas horas— me ha explicado, algo indignado, el problema con el que se encuentran al buscar un seguro para el taxi, ya que la gran mayoría de las aseguradoras repudian esta clientela por considerarla «problemática». «Somos como la gente mayor para los seguros de vida», comenta irónico. Cuatro mil euros al año por un seguro a todo riesgo son las consecuencias del casi monopolio de algunas empresas, que juegan a su antojo con los precios a la hora de firmar una póliza con estos «indeseables del volante».
Estupefacta, bajo del coche. Son las seis y cincuenta.
Dejo la maleta, las gafas, el móvil, el bolso, la chaqueta y la mochila en la cinta y paso el control. «Le ha tocado», me espeta la joven de Trablisa, empresa que gestiona la seguridad de la entrada al espacio aéreo.
Positivo en explosivos. Segunda ronda. Positivo otra vez. Vamos a por la tercera. «Tranquila, esto pasa ¿Te has puesto crema?». Respondo que sí, crema de cara, mi única rutina de skincare (como ahora lo llaman) después de la ducha. «Suelen llevar algún componente que se confunde», me explican mientras caigo en la cuenta de que tengo que cambiar de ungüento si no quiero acabar explotando por error mientras me enciendo un cigarro. La tercera prueba es negativa. Respiro, y sigo con mi rumbo.
Antes de embarcar, reviso un poco las redes y me topo con un post de la periodista Cristina Fallarás que pregunta lo siguiente: «¿Desde cuándo demonios existe un Vaticano «progresista»? La palabra demonios junto a Vaticano me provoca cierta curiosidad y decido (de nuevo las decisiones) seguir leyendo su texto, en el que rebate con destreza morfológica las numerosas menciones de los medios al área «conservadora» del Vaticano, afirmando así, por ende, que existe una rama «progresista» en una institución que, cito textualmente: «Define a las mujeres como seres inferiores, les niega toda capacidad de decisión, las somete y humilla». La periodista prosigue y describe a la Curia como una «dictadura donde se persigue la práctica libre de la sexualidad, donde se considera criminales a todos los miembros de la comunidad LGTBIQ+, donde la organización se rige por unas normas supuestamente dictadas por un ser superior que es obligatorio no solo acatar sino también imponer. Un Estado donde la ciencia está proscrita y que durante siglos ha encubierto y encubre la violencia sexual que cometen sus miembros». Razones no le faltan, reflexiono a las siete y cuarto.
Tras un viaje en autobús variopinto y hasta la bandera, jóvenes de diferentes nacionalidades y faltos de sueño comparten avión junto a niños bostezando, elegantes mujeres de uñas largas, hombres de Dior y Versace, legañas y zapatillas de andar por casa.
Atenta a cada rostro, atuendo y comentario, reflexiono sobre educación, gustos y decisiones mientras caigo en la cuenta de que, desde que trabajo desde casa, las aglomeraciones y los tumultos despiertan en mí una curiosidad propia de los reclusos.
Fuera de mi torre de marfil, donde todo es café, kéfir y pijama (otra rutina que no falla), la flora y fauna en derredor se me antoja fascinante.
Tendré que salir más, concluyo mientras un azafato, bautizado por mi compañera de viaje como «el poli de las mochilas», me anima a colocar la mía debajo de mi asiento porque, según dice, «sobra espacio en el maletero».
Incoherencias a parte, elijo hacerle caso y escribir sobre ello durante el vuelo.
Feliz domingo.