Antonio es un síntoma, no un personaje.
Para Antonio todo empezó sin épica. Como empiezan las cosas que parecen nada pero, al cabo, lo son todo. Porque así es la melancolía moderna: una suma de costumbres sin sentido que, de pronto, te definen.
Un día, en el supermercado, alguien le dijo “usted”. Al siguiente, la médica le recomendó hacer deporte. Dolor en la espalda, cansancio en las rodillas, esa nostalgia que no es tristeza, sino retorno: volver a lugares que ya no existen salvo en la cabeza.
Y aunque tienda a romantizar el pasado (una forma disimulada de no odiarlo), lo hace porque le da sentido a esos momentillos vacíos o vacilones de las horas muertas.
Antonio tiene 48. Media barba. Pelo desaliñado. Un tatuaje tribal escondido bajo la camisa de lino y un aro en el lóbulo izquierdo. Fue maoísta, sindicalista, lector de Gramsci. Hoy compra libros de Claudio Naranjo en la sección de autoayuda del FNAC, aunque sepa que eso es casi una traición a su yo de 1996. Y aunque sabe que son la antítesis del pensamiento crítico, se ve motivado por una tendencia a tener los pensamientos en almíbar. Antonio está cansado de pensar.
Creció con la EGB, los recreativos y los walkman. Dejó que la MTV le formara el gusto y aprendió el juego de cintas grabadas y CDs piratas. Sufrió el grunge, bailó techno, usó Messenger. La calle era el centro social y el coche, la libertad absoluta. Hoy mide sus calorías, sus proteínas, y así, sin darse ni cuenta, ha matado la literatura de Almudena Grandes de la A a la Z. Tiene dos hijas que llaman para pedir pasta y un fisio que le cobra cincuenta euros por veinte minutos de dignidad corporal.
Antonio es Generación X. Creció viendo cómo todo cambiaba sin pedir permiso. Y él se quedó más o menos igual. Entre dos siglos y dos ideologías que ya no le acogen: la izquierda le parece la misa de las doce, y la derecha, un after pasado de cocaína, meritocracia y luces de xenofobia. Oscila como un péndulo entre el utopismo cansado y la resignación irónica. Le gusta leer artículos con mucho pastiche porque le hacen sentir que aún queda algo de aquel cultureta que fue.
Aún no ha superado la infancia, pero la ha disimulado con cinismo y camisetas de grupos de los 90. Quiso empatizar con el Heisenberg de Breaking Bad, pero lo cierto es que se reconoce en Hank Schrader: el que intenta hacer lo correcto sin que le aplaudan. Juega al futbolín en el bar con un colega de pocas luces. Y aunque se ríe con Pantomima Full, lo que más le gusta (en secreto) es Estirando el chicle, donde Victoria Martín hace chistes cuñados feministas.
Pero el mundo ya no tiene forma ni fondo. Solo brillo. El móvil es su fuego primitivo: no calienta, pero entretiene. Desde ahí se informa, se masturba y se sumerge en los ecosistemas de privilegio del capitalismo de vigilancia. Vive rodeado de advertencias apocalípticas disfrazadas de notificaciones. Es una caverna donde la aniquilación de la imaginación implosiona en formato vertical. Lo sabe. Pero sigue. Porque la pantalla consuela.
Hace tiempo que dejó el alcohol y el tabaco. Su deporte de riesgo son dos Red Bull y una Viagra. Es condición humana querer decorar la Capilla Sixtina, pero también lo es notar que la virilidad, cuando llega en pastilla azul, es más honesta que muchas promesas.
Practica budismo por YouTube, escucha meditaciones guiadas y se siente espiritual sin dejar de ser profundamente escéptico.
No distingue si vive en contradicción o simplemente en apatía. Si todo esto es autoengaño inducido o una nueva espiritualidad poscapitalista.
Antonio sabe que el humor, ahora, está demasiado politizado. Ya no se puede ni reír sin pedir perdón. Pero no puede evitar ironizar como Chandler Bing, aunque sabe que la ironía posmoderna solo sirve para alejar amigos y poner distancia emocional. Y, sin embargo, lo necesita. Como necesita sus reels absurdos, su rutina de scroll sin ton ni son; es su forma propia de practicar un nihilismo higiénico y frugal.
Iba al Viñarock. Ahora va a “tardeos”. Escucha Pájaros de barro con emoción. Relee Las flores del mal como quien se reencuentra con una ex.
Antonio escribe columnas con nombre falso para periódicos. Le hace sentir que algo suyo sigue vivo. Antonio no quiere soluciones. Quiere consuelo. Aunque sea con un artículo que solo leerán cuatro personas.
Porque, al final, todas las relaciones interesantes son tóxicas, y las demás, peor: aburridas. Antonio lo sabe. Siempre ha preferido seducir a sostener. Nunca supo cuidar ni cosas ni personas. Y la propiedad, como el amor, no es un trámite: es una relación.
Antonio es una metáfora con patas del zeitgeist. Una condensación de contradicciones. Un gladiador emocional sin circo, pero con Ryanair. Toda la energía que antes poseía un hombre por sentido de patria y conquista, la proyecta hoy como turista medio en una escapada con pack desayuno incluido.
Antonio hace tiempo que dejó de buscar sentido a todo. Y quizás ahí, en ese gesto pequeño, se esconda su única victoria.
Samaj Moreno