Mira, no voy a ser yo quien trate de convencerte de que la Tierra es redonda ni de que lo de Gaza es una “rave”, sólo faltaría. Pero te digo, por si vale de algo, que no se trata de vídeos, ni de noticias, ni de “los medios”. Se trata de testimonios directos de personas cercanas que trabajan en ONG, gente que puede explicarte la ley de la gravitación universal de Newton —tan real como que Netanyahu está perpetrando un genocidio—. Si quieres escucharlo de primera mano, sin filtros mediáticos ni pantallas, puedo decirte dónde ir. Quizás entonces logres quitarte ese velo que no te deja ver la verdad.
Este es mi último post en un grupo de Facebook, escrito a raíz de un vídeo que grabé hace unos días y que comparto aquí. Te puedes imaginar la ignominia de comentarios a los que estoy respondiendo, más de los que hubiera querido. Es la eterna disputa sobre si el dato mata al relato o si el relato mata al dato, cuando en realidad lo que está pasando es que el dato y el relato están matando a personas inocentes.
La periodista Olga Rodríguez, especialista en Oriente Medio y derechos humanos, lo dijo claro en una entrevista reciente: “El proyecto del Gran Israel es una limpieza étnica”. Y lo están logrando. Pero además, con este genocidio están dinamitando el derecho internacional. Eso abre un terreno peligrosísimo: a partir de aquí, todo vale. Por eso hay que atreverse a ser valientes, dejar de ridiculizar el llamado “buenismo” y apostar por más pedagogía y menos hipocresía.
Llamemos a las cosas por su nombre. El proyecto colonial sionista no brotó de la nada: a finales del XIX, Theodor Herzl puso negro sobre blanco una idea que pronto dejó de ser un sueño individual para convertirse en un plan político organizado. Congresos, redes de financiación, diplomacia. Todo con un objetivo: levantar un Estado.
El siglo XX encajó esa ambición con los intereses de las potencias coloniales y con la vida de las poblaciones locales. La Declaración Balfour de 1917 y el mandato británico sobre Palestina prepararon el terreno. Pero fue la guerra de 1947–49 la que abrió la herida: la Nakba, la “catástrofe”. Cientos de miles de palestinos expulsados, cientos de aldeas borradas del mapa. Aquel acto fundacional no sólo creó Israel; también sembró una desigualdad brutal.
Después llegó 1967. Israel ganó la guerra de los Seis Días y ocupó Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. Lo que parecía temporal se convirtió en estructura: bases militares, asentamientos, burocracia diseñada para someter. Una telaraña que condiciona cada aspecto de la vida palestina.

Gaza, en particular, se convirtió en un laboratorio del castigo colectivo. Tras la llegada de Hamás al poder en 2007, Israel cerró fronteras por tierra, mar y aire. Resultado: una economía estrangulada, servicios básicos reducidos al mínimo y una crisis humanitaria permanente. El desempleo masivo, la dependencia casi absoluta de la ayuda internacional, la vida convertida en supervivencia. Todo esto no es propaganda: está documentado por la ONU y por decenas de ONG.
Y mientras tanto, organismos de derechos humanos concluyen que lo que existe no es un simple “conflicto”, sino un régimen de apartheid y persecución. Un sistema que privilegia a unos y condena a otros únicamente por su origen.

Por eso, cuando hoy se habla de genocidio, no es una exageración ni un recurso retórico. Es el hilo que une Herzl con la Nakba, la ocupación con el bloqueo: el desplazamiento sistemático, la negación de derechos, la violencia estructural. Las consecuencias están a la vista: territorios fragmentados, un derecho internacional convertido en papel mojado, ciclos de masacres, millones de vidas reducidas.
La periodista de guerra y analista de medio oriente Teresa Aranguren lo dice con claridad: “No se trata de expulsar al pueblo palestino, sino de exterminarlo para borrar su memoria”.
Por lo tanto, esto es un genocidio. Se mire como se mire.
Dicho lo cual, nos vemos en Vara del Rey el 18/09 a las 19:00. Porque aunque algunos piensen que estas concentraciones no sirven de nada, sí que sirven. Y mucho.
Samaj Moreno