Y eso se debía a que su mujer se lo lavaba con Ariel. O al menos, eso era lo que aseguraba una cancioncilla que todos los niños cantábamos en los años 80, y con la que periódicamente nos acordábamos de las nalgas del dictador.
Cuando Franco murió yo tenía once meses de edad. Antes de padecer una agonía atroz, el dictador había ordenado sus últimas cinco ejecuciones. Era un tipo coherente, alcanzó el poder dejando un reguero de sangre y se fue de la misma manera. No conocí la dictadura, pero no necesité ninguna clase de memoria histórica en la escuela. En casa, mis padres ya me dejaron bien claro que Franco era un criminal y un hijo de puta. Bueno, un fascista, lo que vendría a ser lo mismo.
En los ochenta, del franquismo no se hablaba en las escuelas, pero sí se hablaba en los medios de comunicación. Fui un niño de piso, pegado a la pantalla, y que miraba la tele hasta horas intempestivas. No recuerdo en esa época a nadie que apareciera en un plató defendiendo el franquismo. No recuerdo tampoco -habría que esperar a finales de los noventa- a ningún historiador revisionista. La única aparición de nostálgicos del régimen en los medios de comunicación era para burlarse de ellos, para ejercitar una saludable mofa y escarnio, para mostrarlos como grotesco ejemplo de los horrores felizmente superados del pasado.
Eso cambió hace… no sé… ¿ocho, diez años? Cuando se abrió el debate de la exhumación de los restos del dictador, empezaron a aparecer portavoces de la Fundación Francisco Franco de manera habitual en los platós televisivos. Se invocaba al pluralismo. “Debemos escuchar todas las voces”. La prensa escrita, cada vez más esclava de los contenidos virales, empezó -empezamos- a ponerle el altavoz a cualquier barbaridad que hiciera y dijera la extrema derecha. Cuanto más grande fuera la barbaridad mejor, ya que ese contenido generaba muchas visitas.
Así, poco a poco, los medios de comunicación fuimos sentando al fascismo en la mesa, lo normalizamos, lo tratamos como un comensal más, le guardamos una silla hasta que, poco a poco, el fascismo se quedó también la otra silla de al lado, luego entró en la cocina y nos cambió el menú, y ahora nos mira mientras mastica lentamente, como si se preguntara qué hacemos nosotros en su mesa.
Leo en la prensa ‘seria’ y bienpensante que qué horror, que en tiktok hay adolescentes que dicen que ojalá volviera Franco, que cómo puede ser esto, etcétera. Si hiciéramos una encuesta en los institutos de secundaria sobre qué opinan los adolescentes del franquismo, muy probablemente el resultado sería preocupante. Pero creo que mucho más preocupante sería si hiciéramos esta encuesta entre los recién licenciados en la Facultad de Derecho o entre quienes aprueban las oposiciones a Juez. Os digo yo que temblaríamos de miedo.
Porque franquistas ha habido siempre. Antes se escondían porque apoyar a ese régimen corrupto y criminal era algo vergonzante. Deberíamos preguntarnos en qué momento dejó de dar vergüenza ser un fascista y cuál es la responsabilidad de cada uno de nosotros en este fracaso.






