En Ibiza no hay orden ni concierto desde hace años. En su momento, se regularon las plazas turísticas para congelar o al menos ralentizar el crecimiento turístico. También se hicieron normas urbanísticas para evitar la construcción en áreas y paisajes que debían protegerse, se establecieron unos horarios determinados relativos a la industria del ocio y unos límites de decibelios, se prohibió la música de baile al aire libre, se definieron unas prácticas de obligado cumplimiento para la hostelería, etcétera. La realidad, sin embargo, es que muchas empresas establecidas en nuestro territorio, así como la legión de buscavidas y oportunistas que pululan entre nosotros, y que a menudo se confunden, han encontrado mil y una maneras de saltarse a la torera todas y cada una de estas regulaciones.
Las administraciones, en lugar de vigilar y corregir esta atmósfera de impunidad absoluta y continuada, se han limitado a aprobar leyes que luego no han obligado a cumplir. El desorden ha culminado en un presente donde la gente ya no puede permitirse vivir aquí y tampoco se encuentra a gusto. El colmo de este despropósito es la problemática de la vivienda, que ahora se pretende resolver declarando urbano lo que antes era rústico, para seguir construyendo y contaminando más y más, en una espiral sin fin que no tiene pies ni cabeza.
No hay un solo ibicenco que no sepa lo que va a ocurrir con esta política: las constructoras, las inmobiliarias y los especuladores del suelo seguirán obteniendo pingües beneficios, y las viviendas seguirán registrando precios exorbitantes e inalcanzables para quien realmente las necesita, ya sea en régimen de compra o alquiler. Cada nuevo edificio que se hace, incluso en la periferia de los núcleos urbanos, sigue el mantra del lujo.
Hace muchos años que superamos el techo poblacional que debería soportar Ibiza y, aun así, se pretende seguir plantando hormigón a mansalva y, en consecuencia, incrementando el número de habitantes, pese a que el agua escasea, no damos abasto con los residuos que generamos y se somete a la costa, que es nuestro principal valor turístico –y por tanto económico–, a un proceso de envenenamiento continuado que acabará matando la gallina de los huevos de oro.
La isla se ha llenado de construcciones ilegales, mamotretos infames y villas desproporcionadas. Sólo consiguen construir, incluso en lugares inverosímiles, grandes empresas y potentados, mientras que a los particulares se nos niega el derecho en nuestras propias fincas y parcelas, en aras de conservar el paisaje isleño. En esta lotería trucada de quién puede y quién no puede levantar una casa, a los ibicenquitos nunca nos toca ni el reintegro. Los agravios comparativos son tantos y tan lamentables, que no hace falta poner ejemplos. No hay un solo pitiuso que no maneje docenas.
Y después de no haberse hecho nada a lo largo de las últimas décadas –o lo justo para disimular y justificarse–, gobernara quien gobernara, las autoridades la emprenden ahora contra aquellos que, entre turno y turno en el hotel o el restaurante, pernoctan en campamentos tercermundistas y autocaravanas. Se ha establecido como prioridad darles la patada, aunque conformen una parte sustancial e indispensable de la fuerza laboral de la isla. Eso sin tener quien les sustituya y con todo el colectivo empresarial alertando acerca de la dramática escasez de recursos humanos.
Una cosa es impedir que la gente acampe a diestro y siniestro por bosques y dunas para disfrutar de unas vacaciones ibicencas a bajo coste o dedicarse al trapicheo y la economía sumergida, y otra que a las personas que vienen a trabajar con nómina se les pongan todas las trabas, para que al final se acaben marchando. ¿Acaso estamos ciegos? ¿No somos conscientes de nuestras limitaciones? Cuánta hipocresía.
Hay que insistir en la necesidad de habilitar espacios para quienes no tienen vivienda y están en posesión de un contrato de trabajo, aunque sea de forma provisional. Mientras tanto, en paralelo, se tendrán que acometer estrategias ambiciosas y contundentes para que se corte de raíz el alquiler en edificios plurifamiliares o en viviendas unifamiliares sin licencia de uso turístico. También para fomentar el alquiler de viviendas vacías, estableciendo garantías reales para los propietarios y cambios legales que aceleren los procesos de antiokupación, de forma que se resuelvan en días. Y fomentar, asimismo, la reconversión de parte de la industria turística en residencia para trabajadores, mediante ayudas, rebajas de impuestos, etcétera.
Basar buena parte de la estrategia en construir hasta el infinito y alcanzar acuerdos inútiles con las grandes plataformas multinacionales de alquiler residencial, para que en cuanto despunta la temporada nos encontremos otra vez con una oferta salvaje de yurtas, autocaravanas y toda clase de cuchitriles inmundos, es de chiste. Tan surrealista como amenazar de manera grandilocuente a quienes se dedican al alquiler turístico ilegal, para después destinar a este objetivo medios tan ínfimos que no siquiera permiten tramitar las denuncias en tiempo y forma. Vamos de mal en peor y aún no hemos tocado fondo.