‘El asco que dan los pobres’, por Pablo Sierra del Sol

@Pablo Sierra del Sol / No es el frío. Tampoco el hambre. Ni siquiera la dureza de los portales o cajeros automáticos en los que duermen con cuatro cartones como colchón. Lo peor de ser pobre es el asco que generas por igual en las mentes de la burguesía biempensante y la clase obrera apaleada. Pongamos un ejemplo cercano. El Ayuntamiento de Vila ha decidido reconvertir el antiguo retén de la Policía Local en un nuevo albergue para alojar a personas sin hogar y sin recursos. Este Centro de Acogida Municipal es humanitariamente necesario. El albergue actual está colapsado y anticuado. Desde hace cinco años, coincidiendo curiosamente con el boom del turismo de lujo, hay más personas sin hogar que camas disponibles. Invertir en una instalación así debería ser una prioridad en una sociedad democrática como la nuestra si nos olvidáramos de que los pobres son repulsivos para mucha gente. Sobre todo si están cerca.

Bastantes ciudadanos pueden ser caritativos y piadosos, repartir limosna en las puertas de las iglesias o ingresar unos cientos de euros en un telemaratón solidario, pero no consienten que la pobreza les rodee. Repelen a los miserables con el desdén que se reservaba para escupir al vulgo desde los salones de Versalles antes de que las guillotinas empezaran a formar parte del paisaje urbano de París. Se asustan de los vagabundos como si el mal fario se pudiera contagiar, como si los condenados a dormir bajo las estrellas fueran la reencarnación de los marineros que propagaban la peste negra cuando desembarcaban en los puertos de la Europa medieval. Si, encima, son extranjeros, el desprecio se convierte en xenofobia y el miedo al diferente lleva a muchos a votar por salvapatrias tan peligrosos como Berlusconi, Le Pen o Donald Trump.

El clasismo más cruel se aplica contra quien no puede defenderse. Varios de los vecinos que viven cerca del antiguo retén de Vila, en la calle Serra y Orvay, no quieren un albergue municipal en las proximidades de sus casas y negocios. Se lo dijeron hace unos días a Joan Ribas, teniente de alcalde y concejal de Bienestar Social, cuando les informó del proyecto que ha diseñado su departamento. Algunos residentes, comerciantes y empresarios de la zona, que deben desconocer la existencia del West End o Platja d’en Bossa, argumentan que meter a decenas de alcohólicos en un barrio lleno de bares y negocios es una idea de bombero. No tienen nada en contra de los pobres, pero los quieren lejos. Principalmente, porque a diferencia de los hooligans, los homeless no tienen dinero para gastar. Para ellos, el centro de la ciudad es comercial antes que urbano y debe tener regulado el derecho de admisión. Como si los usuarios del albergue fueran una vergüenza para Ibiza y no la consecuencia de un sistema económico salvaje que está convirtiendo a la isla en un hogar inhóspito para todo aquel que no sea VIP.

Asociaciones como Cáritas llevan años denunciándolo: el aumento de la pobreza en la sociedad ibicenca es imparable en una época en la que nos hemos convertido en el paraíso de los ricos en la Tierra. Quizás por eso, algunos de los promotores del lujo y el despilfarro se han lanzado en los últimos tiempos a organizar saraos en pro de la caridad. Recomiendo a esas buenas y adineradas almas que vean Plácido, una de las obras maestras del gran Berlanga. Que un grupo de magnates organizara en la isla una subasta de pobres por Nochebuena sería un espectáculo grandioso que limpiaría conciencias y desestacionalizaría el turismo de calidad, llenando en invierno nuestras costas de gomina, silicona y megayates.