Estando en Formentera, saboreando una tarta de queso tan perfecta que no sólo endulza la muerte, sino que da razones para desear la reencarnación, presencio una escena que condensa con ironía la posmodernidad disfrazada de autenticidad. Un grupo desciende de su barco —un yate que podría financiar la alimentación de Somalia durante un año y medio— y se instala cerca de mi mesa. El conjunto, de estética supuestamente hippie, rezuma lo que podríamos llamar una sobredosis de “pachamama”, chakras y karma-terapia. No necesito escucharles. El simulacro se manifiesta en la forma antes que en el contenido.
Porque cuanto más de cerca miramos una palabra, más de lejos nos observa. ¿Qué es hoy un “hippie”? ¿Ese mutante cultural que en los años 60 proclamaba amor libre y desobediencia civil desde las afueras del sistema? ¿O este nuevo espécimen que recita mantras después de su clase de yoga citogénico, mientras cena un poke de Glovo frente a su serie de Netflix?
Los nuevos hippies no son una subversión: son un bricolaje. Una estética de retales donde se funden retóricas esotéricas, dietas milagro, retales de sabiduría oriental descontextualizada y una disciplina corporal que raya en el fundamentalismo. El cuerpo como templo, sí, pero no para el amor o la vida, sino para un culto narcisista de vigilancia bioquímica. Cremas, ayunos intermitentes, suplementos, alineación de chakras, respiración holotrópica. Todo ello sostenido por un dogma sin reflexión, por una espiritualidad de frases hechas y emociones fáciles.
El nuevo hippie no escapa del sistema: lo metaboliza. Habita el mismo capitalismo tardío, pero con incienso. Su espiritualidad, lejos de ser contracultural, funciona como un suplemento ideológico que le permite seguir siendo consumidor sin culpa. Es la digestión de la culpa a través del sincretismo: un poco de Buda, algo de ayahuasca, muchos reels de autoayuda. Y, curiosamente, muchos de ellos, si no votan a Vox, piensan demasiado parecido: meritocracia sin reflexión, jerarquías disfrazadas de “vibras altas”, y una moral de superioridad basada en un conocimiento abstracto, hueco y, sobre todo, poco fértil.
La falta de repetición impide la construcción de una identidad sólida. Lo que no se repite no se sedimenta. Y sin sedimentación, no hay cultura. Sólo una performance continua. Por eso el nuevo hippie es, en el fondo, un nómada de la identidad. No construye comunidad: la simula. No busca trascendencia: la reproduce. Se orienta no con una brújula moral, sino con pantomimas astrológicas. Entre el horóscopo y las hormonas, entre la luna y el ego, el resultado es una desorientación adornada con cuarzos y playlists de solfeggios.
Lo emocional —como nuevo bastión de lo sagrado— ya no puede discutirse. A la razón se le puede contradecir con argumentos, pero a un sentimiento no hay cómo oponerle más que silencio. Y así el “yo siento que…” se convierte en blindaje, en estructura dogmática no sujeta a contraste. Lo más reaccionario hoy se dice en nombre de la autenticidad.
Y así, ofende y pervierte la conversión de una ideología libertaria en una marca más. La espiritualidad hecha logotipo. La contracultura convertida en tendencia. Lo que fue una revuelta simbólica contra la violencia de Estado, contra la guerra y el racismo, se recicla hoy como coaching emocional y biohacking. Aquellos hippies espontáneos, que desaparecían tras haber intentado reconfigurar el mundo desde el margen, han sido reemplazados por estos avatares bien nutridos de ego y proteína vegetal.
Esto es más que ironía: es canibalismo identitario. La cultura hippie ya no se opone al sistema: es parte del sistema. Una segunda naturaleza, una nostalgia rentable, un decorado que se añora a sí mismo desde una distancia que disimula. Como un souvenir de una libertad que ya no se busca, sino que se representa.
Y mientras ellos siguen divagando sobre energías sutiles y sincronías cósmicas —convencidos de ser protagonistas de algún despertar universal—, yo me termino en silencio una tarta de queso tan perfecta que no sólo endulza la muerte, sino que da razones para desear la reencarnación, en un rincón olvidado de Formentera cuyo nombre no pienso compartir. Porque si algo nos queda en este tiempo de sobreexposición, es el derecho al secreto. No ya como gesto romántico, sino como la única forma de preservar lo real frente a la verborragia exhibicionista de lo aparente. Defender una coordenada del mundo —aunque sea una porción de postre— exige hoy, más que valor, pudor.