Hoy del turista se aprovecha todo, como del cerdo. Hasta su tontería se vende como parte del encanto local. El visitante cree llegar a un paraíso, pero lo que pisa es un decorado de cartón piedra diseñado para exprimir hasta el último céntimo. Ya no se trata de ofrecer hospitalidad, sino de monetizar la respiración ajena. La isla se ha convertido en una máquina que metaboliza turistas y capital, y devuelve una postal que en nada se parece a la que recibió.
La miasma que flota sobre cada rincón no es accidente: es una señal grave. Mezcla de crema solar, fritanga, basura y vertido humano, que se adhiere como sudor en cada callejuela. Cuanto más se concentran en número, más se multiplica el hedor, y más evidente se hace que Ibiza es un centro comercial de playas sucias.
En las mesas de restaurantes, la conversación se reparte entre la denuncia de un genocidio lejano y la elección del vino más caro de la carta. La coherencia ha dejado de ser un valor y se ha convertido en un estorbo para la narración personal. Aquí la indignación es un accesorio más, como las gafas de sol o la pulsera del club de turno.
En las carreteras, una procesión de Defenders de lujo se mueve con el entusiasmo de un convoy militar, aunque sus batallas sean por encontrar aparcamiento junto al beach club. Los taxis V Class, convertidos en piezas de una máquina de pinball invisible, lanzan a sus pasajeros como bolas que rebotan entre discotecas, restaurantes y hoteles de lujo con las visas, negras, platino y doradas, que suenan como campanas de un templo cuyo dios es el crédito desmedido. Cada pago es una ofrenda y cada ticket una indulgencia. La noche se ilumina con un destello intermitente: no son estrellas, sino datáfonos. Los cuerpos, convulsionados al ritmo de una electrónica sin alma, parecen marionetas de una coreografía diseñada para no durar. La música, como el paisaje, es un simulacro: estética sin raíz, ruido sin memoria.
El campo, antaño sustento, es ahora un accesorio para sesiones de fotos. Las huertas han sido sustituidas por estanterías de supermercado, y el ganado, por mesas de comensales dispuestos a pagar por la sensación de ruralidad. El alimento no se cultiva: se importa, se etiqueta y se vende. Lo natural ha pasado de ser un ciclo a ser una marca registrada.
Y mientras todo esto ocurre, el gobierno reactivo observa, espera y actúa siempre después. No legisla para evitar la degradación: la certifica cuando ya es irreversible. Sus normas no protegen, solo rubrican el acta de defunción de lo que existía. El desastre no les sorprende: lo gestionan como oportunidad para redactar informes, abrir comisiones y organizar reuniones donde se brinda con vino pagado por el contribuyente.
El problema de un gobierno reactivo es que confunde dirección con administración de ruinas. La política se convierte en posproducción: se maquilla el cadáver para que la foto de prensa sea aceptable. La previsión, que debería ser brújula, se sustituye por un calendario de excusas.
Ibiza es hoy un laboratorio donde se puede estudiar la velocidad con la que un lugar se transforma en caricatura de sí mismo. El turismo masivo, en vez de intercambio cultural, se convierte en un ejercicio de extracción: se extrae dinero, atención, energía, sin devolver nada salvo residuos y ruido. Y lo peor no es que el modelo sea insostenible, es que se asume como inevitable.
Aquí la decadencia no se combate, se alquila por semanas a precio de lujo. La isla no se gestiona como territorio, sino como experiencia de consumo. Y esa experiencia es demasiado rápida, monótona y sucia… y al final deja la boca seca y el estómago vacío.
Por Samaj Moreno