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Mi novio Gwendolyn, por Laura Ferrer Arambarri

Por Laura Ferrer
23 diciembre 2019
en + Pitiüses, Opinión
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@LauraFArambarri / En la Hispano-Olivetti de mi abuelo escribió Castelao. Al menos eso contaba mi abuelo. Nadie puede demostrarlo, pero tampoco nadie me lo puede negar. 

Cuando era niña tenía prohibido usarla, así que escribía mis cuentos en una libreta mientras imaginaba que lo hacía presionando aquellas teclas que me resultaban tan fascinantes.

Observaba a mi padre redactar cartas de negocios y estaba segura de que aquella violencia, aquel aporreo, le desahogaba. Y yo, que era una niña bruta y violenta (ninguna de mis muñecas sobrevivió a mis disecciones y experimentos) también quería zurrar aquellas teclas.

Así que, en la Navidad de 1985, pedí a los Reyes Magos una máquina de escribir. No sería la de mi abuelo, pero podría aporrear mis propias teclas.

La mañana del 6 de enero, después de una noche de inquietud y nervios, encontré una caja sobre mis zapatos. La forma me desconcertó; no parecía que dentro hubiese una máquina de escribir, así que abrí el paquete con recelo. Dentro encontré una muñeca Gwendolyn, el busto de una niña rubia para peinar y maquillar.

Gwendolyn me miraba con sus ojos de alienígena sin pestañas y pensé que se parecía un poco a los protagonistas de El pueblo de los malditos. Pero a mí todo eso me daba igual. Aquel día tuve la más terrible revelación: los Reyes Magos no existían. De otro modo no se podía explicar que no hubiesen atendido un deseo tan grande como el mío. Una muñeca en lugar de una máquina de escribir me pareció una confusión imposible.

Miré a mis padres con un odio inabarcable, escondí la caja en el armario de las sábanas y me fui a la calle a envidiar a mis amigos, a los que los Reyes sí les habían traído lo que habían pedido. Y al día siguiente había que volver al colegio. Qué asco daba todo.

Aquel enero seguí inventando historias en una libreta mientras miraba de reojo la máquina de escribir de mi abuelo, cubierta con una funda gris.

Un sábado interminable de lluvia en Galicia, aburrida de todo y de mí misma sobre todo, saqué el busto de Gwendolyn del armario.

En la caja venía una paleta de pinturas de maquillaje. Pintarrajeé su cara con todos los colores y la dejé como una furcia de arrabal, aunque por entonces yo no sabía qué era una furcia de arrabal. 

Después de lavarle la cara una y otra vez y volver a pintarla una y otra vez me aburrí del asunto del maquillaje, así que exploré las posibilidades de su pelo. Rubio, liso y brillante, tan diferente del mío, castaño, rizado y fosco. 

Inventé toda clase de peinados con cintas métricas y sombrillas chinas de cóctel, pero de eso también me aburrí y opté por algo más drástico. Bajé a la cocina, cogí la tijera más grande que encontré, subí las escaleras y comencé a atacar la melena de la muñeca por todos los frentes. 

El resultado fue lo que se dice una revelación. Los trasquilones le daban un aspecto un poco de interna de frenopático, pero Gwendolyn, la sosa de la Gwendolyn, se había convertido en un chico bastante guapo, guapo al estilo de Morten Harket de A-ha; hoy diría al estilo de Cillian Murphy.

Deslicé mis dedos de niña entre los cabellos que acababa de cortar y sentí ese pelo corto que resbalaba como el césped.

Entusiasmada con mi creación, coloqué a Gwendolyn en la estantería de los libros, con sus ojos sin pestañas a la altura de los míos, y allí, entre los libros de Los Hollister y Los Cinco, entre 20.000 leguas de viaje submarino y Miguel Strogoff, cerré los ojos, di un paso hacia adelante y posé mis labios sobre sus labios de plástico.

Fuimos novios durante un año y volví a creer en los Reyes Magos.

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