Flotan cuerpos. Flotan falsas ilusiones.
Flotan en ese cuerpo de agua, sal y política fronteriza.
Flotan porque casi ninguno sabe nadar. Solo flotar. Como moléculas en suspensión. Como restos de humanidad empapados en miedo.
Flotan por un sueño, pero no el sueño con adjetivos: guapo, rico, famoso.
Es un sueño de sustantivos: casa, trabajo, educación, salud.
Cuatro esquinas que deberían sostener cualquier vida digna.
Pero cuando el suelo desaparece bajo tus pies, solo queda flotar.
No son inmigrantes.
Refugiados. Expulsados.
Migrante fui yo, cuando me fui de Andalucía a las Baleares, con una maleta pequeña y quince mil pesetas en el bolsillo.
Pero ellos no emigran. A ellos los expulsan.
Los expulsa la miseria, que no es una casualidad si no una consecuencia.
Los expulsa una historia de expolio que se escribe en los márgenes de los libros de texto: siglos de colonias, extractivismo, esclavitud y fronteras dibujadas con cinismo.
Les quitamos los recursos y también el derecho a imaginar futuro. Les robamos hasta el Estado. Y ahora les pedimos papeles.
Flota también su trabajo, precario y mal pagado, que sostiene nuestros supermercados repletos.
Recogen tomates, calabacines, lechugas y naranjas con las manos que Europa prefiere no mirar.
Tus ensaladas bio y tus hábitos vegetarianos low cost están escritos sobre sus espaldas dobladas.
Pero lo que se les resta no se le resta al productor ni al intermediario: se les resta a ellos.
Y a ti, te siguen vendiendo la idea de que vienen a violar, a robar, a invadir.
Bauman escribió que el otro —el extraño— ya no es un vecino con quien compartir el pan.
Ahora es una amenaza.
Nos hemos atrincherado detrás de muros de prejuicios.
Hemos convertido el miedo en política y la sospecha en doctrina.
Y cuando llaman a nuestra puerta, no preguntamos de dónde vienen, sino qué me quieren quitar.
Pero la pregunta es otra: ¿qué nos han quitado a nosotros para que vivamos así, tan a la defensiva ?
La promesa de seguridad nos ha hecho de porcelana.
Ya no confiamos.
Occidente tiene casa, pero ha perdido hogar. Tiene trabajo, pero ha perdido propósito. Tiene salud, pero está enfermo de espíritu.
Es una verdad poco épica y harto incómoda.
No ocupan despachos con aire acondicionado.
No aparecen en las reuniones del consejo de administración.
A veces ni siquiera existen en el sistema: sin contrato, sin seguridad social, sin ayuda, sin nada.
Pero son una amenaza.
¿Una amenaza para quién? ¿Para qué modelo?
Mientras tanto, flotan.
Flotan en el mar y en el margen.
Flotan en los discursos que los reducen a cifras y campañas políticas.
Es curioso cómo, mientras ellos flotan, nosotros nos vamos hundiendo.
Por Samaj Moreno