La propiedad privada es, quizá, la más exitosa de las supersticiones modernas. No porque sea tangible —como el calor o el hambre—, sino porque su fuerza radica en la fe colectiva que la sostiene. Un capital, un título, una casa: todo se presenta como “mío” bajo la mirada burocrática que administra escrituras, registros y contratos. Quizá Manu Chao, igual que Kafka, venían ya diciendo esto hace rato; puede que hasta la estanquera de Vallecas.
Pero esa presunta posesión es tan sólida como el vapor: una hipoteca que se prolonga durante décadas convierte la casa “propia” en una oficina delegada al banco. Basta con acumular unos meses de retraso en las cuotas para que la ilusión se desvanezca y el hogar se revele como lo que siempre fue: crédito. Y el espejismo se vuelve todavía más cruel cuando interviene alguna contingencia externa —un hallazgo arqueológico, una normativa ecologista, la subida del mar o incluso la falta de pago del Impuesto sobre Bienes Inmuebles—, circunstancias que bastan para despojarte de lo que creías tuyo. La alucinación que sufre Ronaldo en su mansión de Ibiza es la misma que la de Calderón de la Barca.
Con el coche ocurre lo mismo. Es un objeto que creemos extender como metáfora del movimiento autónomo. Pero en realidad está hipotecado a seguros, impuestos, permisos, radares, revisiones y combustibles, todos ellos recordatorios de que, más que “tener un coche”, uno mantiene en alquiler una compleja maquinaria de dependencias. El carnet mismo es apenas un préstamo revocable del Estado.
Incluso los títulos académicos participan de esta farsa. El diploma enmarcado parece legitimar un saber y otorgar “propiedad” sobre una disciplina, pero no es más que un permiso temporal para circular por el engranaje laboral. Se podría definir en términos lacanianos como un paisaje neurótico, si no directamente histérico: la creencia de que un significante —un pergamino con membrete y firma— confiere la sustancia de lo que en realidad es una práctica siempre precaria. Basta con que cambien las normativas, las homologaciones, los mercados, para que aquel documento valga poco o nada.
El espejismo de la propiedad alcanza también lo íntimo: la pareja, llamada “mi mujer” o “mi marido”, como si el pronombre posesivo fundara un contrato de dominio. Pero lo humano, lo vivo, no puede fijarse sin deformarse. Lo que hoy se acaricia mañana se resiste. Y, sin embargo, insistimos en hablar de “tener” un amor, “tener” una familia, como si todo fuera almacenable en vitrinas del yo.
Incluso la propiedad intelectual es un bulo, nunca Jesucristo fue propietario de la compasión.
La propiedad funciona, entonces, como ficción estructural del capitalismo: una textualización del mundo donde todo recibe su etiqueta nominativa —escritura, matrícula, póliza, certificado— y se finge estabilidad donde solo hay tránsito. Frederic Jameson ya lo cartografió al hablar del “mapeo cognitivo” en el capitalismo tardío: esa necesidad de traducir la totalidad inabarcable en signos, diagramas y coordenadas que calmen la angustia de vivir en un sistema que nadie controla del todo. Pero cada capa de esta construcción se apoya en otra, y ninguna posee sustancia definitiva; todas son invenciones consensuadas, como el dinero que en última instancia reduce la propiedad a un acto de fe alimentado por mendas que se muerden la cola como la pescadilla.
No es extraño que surja siempre un malestar, un antisistema interior que intuye la trampa. Porque hay una parte de nosotros que sabe que la alucinación de la propiedad está hecha de inmaterialidad. Que no hay “mío” ni “tuyo”, sino una coreografía de apropiaciones pasajeras legitimadas por el lenguaje y la violencia.
La verdad, si existe, no puede escribirse con títulos de propiedad. La destextualización —ese silencio sin etiquetas, sin nominativos— se acerca más a lo real. Pero ese silencio está tan distante de nuestra vida líquida que apenas lo reconocemos: lo confundimos con vacío, cuando quizá es lo único sólido.
Samaj Moreno