Hubo un tiempo en que los ibicencos podíamos enorgullecernos de controlar la práctica totalidad de la industria turística de la isla. La inmensa mayoría de hoteles y apartamentos pertenecían a cadenas locales y empresas familiares que los gestionaban de forma personal, con un equipo de confianza que ponía en valor nuestra cultura e idiosincrasia, y lo mismo podía aplicarse a la práctica totalidad de la oferta complementaria. Hoy sucede justo lo contrario. Buena parte de los negocios creados en la isla se han ido traspasando a manos foráneas y ahora, en buena medida, ya nadie sabe a quién pertenecen, qué futuro les aguarda y de qué manera van a influir en el desarrollo económico de los años venideros.
Las islas Pitiusas generan más gasto turístico que nunca en su historia (2.414,3 millones de euros en los primeros 7 meses de 2025, un 8% más que el año anterior), pero la mayor parte de este dinero no se reinvierte y redistribuye en nuestro territorio, sino que desaparece hacia otras latitudes, produciéndose la paradoja de que cuanto más capital se atrae, más se empobrece la población general. Para establecerlo, basta con fijarse en los indicadores que determinan la calidad de vida de una sociedad. Hace veinte y treinta figurábamos entre los mejores lugares para residir del país y ahora vamos camino del furgón de cola.
La apuesta por el lujo, la fiesta y la masificación sólo ha beneficiado a una minoría, mientras que la gran mayoría de ibicencos vive peor, apareciendo fenómenos tan inesperados y vergonzosos como el chabolismo de clase trabajadora y una economía sumergida mastodóntica. Ésta se alimenta de múltiples actividades opacas, como taxis pirata, comercialización de fondeos ilegales, fiestas en villas, caterings sin registros sanitarios y ahora hasta citas pagadas para saltarse la lista de espera de la ITV, sin olvidar el sempiterno tráfico de estupefacientes, la prostitución, etcétera.
En paralelo a este desmadre que las autoridades locales no son capaces de controlar, el agotamiento de los recursos naturales, agricultores que pierden cosechas porque no tienen agua para regarlas y una naturaleza que padece hasta unos extremos nunca vistos, en contraste con los jardines tropicales y las extensiones de césped de las villas. Los residentes ya incluso nos vemos obligados a tragar el humo tóxico de los cruceros que atracan en es Botafoc, quién sabe con qué consecuencias para la salud.
Y, en medio de este caldo de cultivo, la isla comienza a dar síntomas evidentes de retroceso y agotamiento o crisis del modelo, demostrando que en realidad tocamos techo en temporadas anteriores. A pesar de que Ibiza factura más que nunca y que playas y carreteras han estado hasta los topes, son muchos los indicadores y testimonios que así lo afirman. Numerosos hoteles han tenido que lanzar ofertas para llenar incluso en los meses fuertes de la temporada y discotecas que antaño alcanzaban su aforo máximo prácticamente a diario se han encontrado medio vacías muchas noches. Algunas incluso han llegado al extremo de no abrir las puertas alguna jornada y hasta han obligado a sus trabajadores a cogerse algún día de vacaciones. No digamos ya los restaurantes y comercios, que en algunos casos hablan de descensos de facturación de entre el 20 y el 40.
Nuestra realidad presente impone una gran pregunta. Si tenemos una isla llena y niveles de gasto turístico tan elevados, ¿a dónde a ido a parar todo ese dinero? Cuando alguna de las grandes compañías que se dedican al turismo de lujo y la fiesta presenten sus cifras anuales, probablemente tengamos la respuesta. El turismo de fiesta de tres días aboca a la recesión y al cierre a muchos negocios tradicionales.
En este contexto inquietante, Ibiza sigue siendo una perita en dulce para los especuladores inmobiliarios y turísticos. Ahora incluso más, porque muchos inversores aprovecharán esta zozobra para adquirir inmuebles y negocios en condiciones más ventajosas. Y el resultado será que muchos más negocios serán traspasados a empresas foráneas, a las que la cultura y la idiosincrasia pitiusa les importan un bledo.
Uno de los efectos colaterales más nocivos del lujo de cartón piedra que se ha implantado en la isla es la pérdida de identidad. Ibiza era un territorio de pescadores y chiringuitos de cocina fresca con productos de la isla, de hoteles que recibían a los mismos clientes año tras año y se les conocía por su nombre y hasta acababan siendo amigos, de salas de fiestas que ofrecían un estilo y una música propios, de fiestas populares que eran compartidas por turistas y residentes, de playas vírgenes donde las familias eran bienvenidas y se escuchaba el mar…
Hoy, aquella Ibiza se ha reducido a la mitad y, a este paso, va camino de la extinción, como las lagartijas. ¿Cuántos restaurantes de playa, por ejemplo, se han reconvertido en beach clubs y establecimientos de lujo a los que ya no acude ningún ibicenco? ¿Cuántos comercios donde se vendía ropa Adlib, artesanía y productos locales o libros editados en Ibiza ahora están ocupados por grandes cadenas internacionales? ¿Cuántos hoteles familiares ahora sólo aceptan adultos? ¿Cuántas áreas turísticas se han reconvertido en base a estos principios?
Hoy por hoy, el sector turístico ibicenco sólo puede calificarse como una industria enferma, que se desangra en autenticidad y que fomenta un mayor desequilibrio en la sociedad que la hace posible. Urge un cambio de modelo que, por ejemplo, podría comenzar por reconocer, incentivar, proteger y promocionar a los auténticos héroes del turismo pitiuso. Obviamente no me refiero a los que nos han traído este desastre, sino a todos aquellos que resisten, que han declinado los cheques en blanco que les han puesto sobre la mesa y que persisten en lo autóctono y en lo original.
Hablo de todos esos restaurantes que siguen ofreciendo bullit de peix y sofrit pagès. De esos agroturismos que lo son en realidad y no meros hoteles de lujo con unas hileras de frutales para justificar la licencia de actividad. De esos colmados que sobreviven a pesar de la imposible competencia de las grandes cadenas. De esos alojamientos familiares que siguen poniendo en valor la cultura, la gastronomía y nuestra forma de vida… Sé que muchos tienen los días contados, pero, sin ellos, esta isla ya se habría ido definitivamente por el sumidero. De seguir en este modelo económico del “sálvese quien pueda”, solo sobrevivirán los monopolios, los grandes lobbies y los fondos de inversiones.