Que Ibiza fue nombrada “Isla Blanca” por Santiago Rusiñol en 1912 es un hecho documentado. Que ese blanco respondía a la cal de la arquitectura pagesa enfrentada al verde del algarrobo y al azul del mar, también. Lo interesante es el proceso por el cual esa blancura —antes solar, ascética, casi franciscana— ha devenido en el símbolo por antonomasia de la cocaína de diseño, del lino planchado con químicos, del after hour perpetuo donde la espiritualidad ha sido sustituida por la gestión de reservas VIP.
De la cal al polvo. De la casa a la villa. Del llaüt al yate. De la azada al palo de golf. De la sencillez pagesa al postureo multimillonario. Es decir: del blanco como signo de lo esencial al blanco como superficie donde se proyecta lo artificial. Una ecdisis degenerada, no para crecer, sino para disfrazarse. Ya no se muda la piel para expandirse, sino para fingir pertenencia a un ecosistema que no se habita: se consume.
El nuevo rico no ha nacido rico. Y por eso, con fruición casi teológica, se esfuerza en interpretar el papel que cree que un rico debería representar. Lo hace con tal fe que resulta casi conmovedor. Comete el error fundamental de creer que el lujo es ostentación, cuando en realidad el lujo —el verdadero— es silencio y proporción.
Y aquí nos enfrentamos a una ecuación de peligrosidad objetiva:
Rico + Imbecilidad elevada a la potencia de su propia exhibición = Nuevo Rico.
La consecuencia de esta combinación es doble: por un lado, la creación de un sujeto infantilizado, mantenido, operado por terceros; por otro, la transformación del entorno en un decorado donde la vida se simula, se reproduce, pero ya no se vive. Como si Ibiza hubiera dejado de ser un lugar para convertirse en un parque temático .
El nuevo rico delega todo lo que implique autonomía: le cocinan, le visten, le cuidan a los hijos, le programan el ocio, le sugieren qué pensar. Su adultez está externalizada. Vive en modo “reserva confirmada”, donde incluso el silencio tiene un coste y un protocolo. Y cuando habla, no dice; cuando dice, no significa; y cuando significa, no importa. Porque el ruido ha desplazado al contenido. Pero no cualquier ruido: su ruido. El de los otros, claro, le molesta. Lo desprecia.
Lo que está en juego aquí no es una cuestión estética, sino ontológica. El lujo, en su acepción más noble, era antiguamente un acceso privilegiado al ser. Una manera de disponer del tiempo con fineza, del espacio con mesura. El nuevo rico ha degradado ese acceso convirtiéndolo en simulacro. En performance. En inversión sin retorno. Gasta sin saber gastar.
Y eso produce un fenómeno interesante: el no-rico le envidia el dinero. El rico envidia al no-rico su espontaneidad. Ambos se desean desde la incomprensión mutua, lo que da lugar a una tragicomedia que confunde respeto con deseo, cercanía con pleitesía, simpatía con sumisión. Se reparten los papeles sin haber leído el guion.
En esta película, Ibiza ha devenido patio de recreo. Un kinder capitalista donde los adultos con tarjeta black juegan a no tener consecuencias. Pero todo juego tiene sus reglas, y la principal es que la simulación nunca sustituye a la experiencia. Por eso siempre necesitan más: más beat, más mesa, más cuerda separadora, más gramos, más metros de eslora. Porque el vacío, cuando se disfraza, exige una renovación constante.
El problema, repito, no es la riqueza. Ni siquiera el deseo de lujo. El problema es la cancelación de todo lo que da sentido al deseo. Porque sin tensión, sin espera, sin carencia, no hay erotismo posible, y por tanto, tampoco hay goce. Solo consumo.
La contracultura —la verdadera, no la que venden en camisetas con la cara del Che Guevara— consiste en un gesto simple y radical: no querer ser rico.
Ibiza, como todo lo bello, exige una cierta madurez para ser comprendida. No necesita más dinero, ni más fiestas, ni más spas. Lo que necesita —quizás— es que alguien escuche el silencio que todavía se esconde entre las sabinas.
Porque, todo lugar lindo, solo responde a quien se acerca con humildad.
Y no con tarjeta de crédito.
Samaj Moreno