En los entornos semióticos del capitalismo tardío, lo que una vez fue sustancia ha devenido en signo, en interfaz: los megabytes. Esa glucosa de la era digital no alimenta células, sino servidores; no nutre ideas, sino bases de datos. Endulza la big data.
Y no lo hace inocentemente ni gratis.
Vivimos en una topografía de dispositivos ópticos dispuestos como enjambres: cámaras de seguridad, teléfonos inteligentes, drones, GoPros, cámaras de coche, cámaras de casco, cámaras de vigilancia doméstica, cámaras en osos, en aves, en satélites. Una proliferación panóptica que no se contenta con observar: construye. Genera una vista global, un render perpetuo de la superficie terrestre, pero también de la subjetividad misma.
Este no es ya el mundo como objeto del conocimiento ilustrado, sino un mundo que se produce a sí mismo como espectáculo continuo. El planeta no gira: se filma. El yo no vive: se graba. Así, la mirada ha dejado de ser un vector unidireccional, del sujeto al objeto, para convertirse en una retroalimentación infinita: la Tierra se mira a sí misma en loop, con una mirada mediada, multiplicada, mercantilizada.
Una metarealidad amplificada. Una hiperrealidad total.
Jean Baudrillard alzaría una ceja y tal vez asentiría con media sonrisa irónica, pero incluso él, oráculo de la simulación, no previó que la hiperrealidad se convertiría no en una perversión de lo real, sino en su principal modo de producción. Las imágenes ya no nos muestran lo que el mundo es, sino que determinan lo que puede ser. Lo real se ha vuelto subsidiario de su representación.
Aquí es donde el azúcar digital, los megabytes, juega su papel narcótico. Como la glucosa que activa centros de recompensa en el cerebro sin que uno tenga que cazar, recolectar o metabolizar nada, la imagen digital activa nuestras sinapsis sin mediación. Sacia sin alimentar. Nos ofrece una totalidad sin compromiso. Una ilusión de omnisciencia sin el peso del saber.
El resultado es un nuevo tipo de ideología visual: una estética que no embellece ni decora, sino que sustituye la experiencia. No estamos ya ante una estética de lo sublime o lo bello, sino ante una estética de la vigilancia, del archivo, del flujo ininterrumpido de significantes que no significan. Se trata de una forma avanzada de fetichismo de la mercancía.
Porque, y esto es crucial, no es que las imágenes nos representen el mundo. Es que son la forma en que el mundo se experimenta a sí mismo bajo las condiciones del capitalismo informacional. Y lo hace del mismo modo en que una célula tumoral se reproduce: sin límite, sin dirección, sin sentido, pero con una eficacia… devastadora.
Estamos atrapados, dulcemente, en una glaciación visual. Un mundo de azúcar óptico que se disuelve en nuestras córneas, dejando tras de sí solo el rastro pegajoso de una verdad que nunca fue dicha.
Samaj Moreno