Ayer, mientras me preparaba para salir a mi rutina de running, en casa leí la siguiente frase: “La meta principal es la autorrealización íntima del ser; no debe descuidarse por las metas secundarias” (Buda).
Salgo por la puerta y, mientras avanzo, me quedo pensando en ella. Mi mente analítica comienza a elaborar la siguiente reflexión.
El auge del budismo en Occidente, especialmente a partir de las décadas de los años sesenta y setenta, no puede entenderse sin situarlo en el contexto cultural de una sociedad que experimentaba una fuerte transformación hacia la individualidad. La posguerra, el desencanto con las instituciones tradicionales y el crecimiento de movimientos contraculturales abrieron un espacio fértil para filosofías y religiones que no exigieran pertenencia rígida a comunidades ni sumisión a autoridades centralizadas. En ese terreno, el budismo apareció como una vía alternativa: una práctica que, en lugar de imponer dogmas, ofrecía un camino de introspección personal.
Si se contrasta con religiones como el cristianismo o el judaísmo, se aprecia una diferencia clara en la estructura. Estas tradiciones se han sostenido a través de comunidades sólidas y símbolos compartidos. En el cristianismo, la experiencia de fe se entiende siempre en relación con la comunidad: la Iglesia, los sacramentos, la figura de los apóstoles, la Virgen María y el Espíritu Santo. Jesús predica a multitudes y a pequeños grupos, pero siempre en un marco de encuentro con el otro: “poner la otra mejilla” o amar al prójimo son normas que solo cobran sentido en la interacción. De igual manera, el judaísmo se articula alrededor de la memoria colectiva: la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, la ley mosaica; todos son relatos en los que Dios actúa en favor de un pueblo entero, no de un individuo aislado.
El islam, por su parte, refuerza todavía más la centralidad de lo colectivo. La ummah, o comunidad de creyentes, es una noción fundamental. La fe se practica en lo común: la oración en dirección a La Meca cinco veces al día, el ayuno en Ramadán compartido por millones, la peregrinación como experiencia multitudinaria y la obligación de la limosna como acto solidario. La espiritualidad islámica es, en gran medida, inseparable del lazo social.
El budismo, en cambio, ofrece una figura distinta. Buda no es un salvador que muere por los pecados de la humanidad ni un profeta que transmite la palabra de Dios, sino un hombre que descubre, a través de su propia experiencia, un camino para salir del sufrimiento. Su “mesianismo” no es trascendente ni sobrenatural, sino ejemplar: muestra que cada cual puede alcanzar la iluminación si emprende la disciplina adecuada. Su fórmula es la introspección: meditar, observar, desapegarse.
En ese contraste se advierte la diferencia radical: mientras los mesías de las religiones abrahámicas convocan y estructuran comunidades de fe, Buda invita a una travesía interior que cada persona debe realizar en soledad. Tal vez por eso, en una época marcada por la exaltación del individuo, fue su figura la más atractiva: no un líder que impone un camino común, sino un ejemplo que inspira a cada cual a buscar su propio despertar.
Este desplazamiento coincide con la creciente centralidad del “yo” en la modernidad tardía. En el marco de la contracultura, la expansión de la psicología humanista y la revolución sexual, la espiritualidad comenzó a entenderse menos como un deber hacia la comunidad y más como un camino de autorrealización. El budismo se recibió entonces como una filosofía práctica más que como una religión en sentido estricto: un conjunto de técnicas para gestionar el sufrimiento, cultivar la conciencia y liberarse del apego.
No es casualidad que buena parte de las disciplinas holísticas que hoy florecen en Occidente se hayan nutrido de esa filosofía importada. Prácticas como el mindfulness, el yoga en su vertiente meditativa, la respiración consciente, la terapia transpersonal, el reiki o incluso corrientes de la psicología positiva beben, directa o indirectamente, de esa invitación a mirar hacia dentro. En gimnasios, centros de bienestar y consultas terapéuticas se repite, bajo distintas formas, la misma premisa: el cambio verdadero comienza en uno mismo.
Ahora bien, el capitalismo tardío ha sabido apropiarse de este legado espiritual para reconvertirlo en producto. La meditación, que en su origen era un camino hacia la liberación del sufrimiento, hoy se ofrece en aplicaciones de pago. El mindfulness, que buscaba cultivar la presencia y la compasión, se ha convertido en herramienta de productividad para empresas que lo promueven sin cuestionar el estrés que ellas mismas generan. El yoga, antes disciplina ascética, se ha transformado en un mercado global de esterillas, retiros de lujo y ropa deportiva. Lo que nació como introspección radical se traduce ahora en experiencias empaquetadas y consumibles, vendidas bajo el mismo sistema que fomenta el vacío que estas prácticas intentan llenar.
El individualismo, que al principio se presentó como gesto de liberación frente a estructuras opresivas, ha terminado por revelarse como uno de los agentes más perniciosos de nuestro tiempo. La mirada hacia dentro, tan necesaria para reconocerse y trabajar en uno mismo, se ha hipertrofiado hasta convertirse en aislamiento, en desconfianza hacia lo común, en sospecha de todo lo que nos trasciende. El yo, en lugar de ser un punto de partida para el encuentro, se ha erigido en meta exclusiva.
Así, la espiritualidad que alguna vez invitó a la compasión universal y al reconocimiento de la interdependencia de los seres, en su versión occidentalizada ha servido de coartada para un narcisismo ilustrado: basta con meditar, basta con cuidar de la propia paz interior, y el mundo puede seguir en ruinas. El individualismo ha despojado al budismo de su vocación de despertar colectivo, de su dimensión ética y social, para convertirlo en herramienta de autoayuda adaptada al mercado.
Quizá ahí radique el signo más oscuro de nuestra época: hemos confundido la emancipación con la soledad, la autorrealización con el ensimismamiento, la búsqueda de sentido con un consumo espiritual personalizado. En lugar de unirnos, el individualismo nos fragmenta; en lugar de liberarnos, nos encierra en cápsulas de bienestar privado. El resultado es una sociedad de individuos más conscientes de sí mismos, pero menos dispuestos a hacerse cargo de lo común.
Resultado: 40 minutos de carrera, unos 7,2 kilómetros recorridos y más de 1200 calorías menos. Una experiencia de introspección física y mental. Gloria para mi yo.