Son las nueve y media de la mañana y acabo de enterrar a un gato. Un gatito pequeño, blanco y negro.
Me pregunto cómo será el día con este comienzo. Cómo darle la vuelta a la tristeza de saber que ha muerto solo y asustado. Que mi perra lo ha matado. Que no ha dudado en apretar sus dientes contra su delicado cuerpo.
No es la primera vez. Y no la culpo. Es su instinto, como el mío es recoger los cadáveres aún calientes. Los lloro con mimo y desconsuelo. Unas lágrimas y un agujero.
El tiempo no se detiene.
Y pienso, entonces, con cuántas cosas hacemos lo mismo. Asumimos lo inevitable y seguimos nuestro rumbo, ajenos a los gritos. Ajenos al olvido.
Cuánto poder en las manos, fauces o garras de quien roba una vida.
Cuánta muerte innecesaria. Cuánta sinrazón.
Víctimas y verdugos. De eso va el mundo.
Y de silencio. Mucho silencio.