Sufro la resaca de un sueño que tuve…
A veces, cuando voy a museos, teatros, o trato de poner una película en Netflix o una canción en Spotify, siento cierto cansancio. No solo por la saturación ingente de contenidos, sino porque casi todo parece carecer de urgencia, de autenticidad, de originalidad. Es como si el arte se hubiera convertido en un ruido de fondo: constante y vacío. Una especie de solipsismo globalizado, donde cada creador grita desde su isla, esperando ser escuchado por una multitud sorda y distraída.
Frente a este exceso, surge una pregunta simple: ¿y si ya no hiciera falta más arte así?
En este Zeitgeist saturado de gestos, imágenes, discursos y exhibiciones, lo verdaderamente revolucionario quizá sería algo que no pudiera colgarse, reproducirse, monetizarse ni premiarse. Lo verdaderamente radical sería hacer del vivir juntos una disciplina creativa. Una obra sin autor, sin crítica, sin mercado. Una obra que no se mire, sino que se viva.
Durante siglos, la figura del artista se ha construido a imagen del profeta. Moisés, Jesús, Buda, Mahoma: cada uno, a su modo, descendió del monte con una verdad revelada. El artista moderno heredó ese lugar. Ya no hablaba en nombre de Dios, sino en nombre de su visión. Pero el gesto era el mismo: un individuo que mira desde arriba y ofrece sentido a los de abajo.
Incluso la literatura y el cine de masas entendieron esta lógica mesiánica: Frankenstein, Nosferatu o el tiburón de Spielberg no son más que alegorías del exceso individual, del monstruo que se sale del molde. En cada uno, el mensaje es claro: cuando el individuo desborda los límites de la comunidad, produce terror.
Hoy, quizás por suerte, esa figura está en crisis. Ya no creemos en iluminados. No nos seduce tanto la firma como el gesto sin nombre. No buscamos tanto una voz genial como una presencia real. ¿Y si la obra del futuro no se escribe, ni se pinta, ni se filma, sino que se vive?
Desde esa pregunta imagino una nueva disciplina: no pintura, ni música, ni literatura. No arquitectura, ni instalación, ni cine. Una disciplina que no tiene soporte, ni autor, ni copyright. Una disciplina que no produce objetos, sino relaciones.
Esa disciplina se podría llamar: Pueblo.
Una obra cuya materia prima no son los colores, ni las palabras, ni los movimientos, sino la convivencia. Su único objetivo: habitar de manera armoniosa, creativa, ética. Hacer del día a día una composición coral. Sustituir el aplauso por el cuidado. Cambiar la firma por el gesto invisible.
Aquí, el drama, la comedia y la tragedia no desaparecen: se integran como parte natural del vivir. Pero no se representan: se acompañan, se resuelven, se elaboran colectivamente. La obra ya no es producto de una inspiración, sino de una voluntad común: vivir juntos lo mejor posible.
El ego es el combustible de la modernidad artística. “Expresarse” se ha convertido en mandato moral. Pero hemos visto a dónde conduce: a la sobreexposición, a la banalidad, al fetichismo del trauma.
El gran enemigo del arte presente/futuro no es la censura: es el solipsismo, esa convicción de que el mundo debe ser un reflejo del yo. Que el dolor, la belleza, el deseo, el mensaje, solo existen si son míos. Pueblo sería lo contrario: no la primera persona del singular, sino la tercera del plural. No el yo que necesita decir, sino el nosotros que necesita escuchar.
Toda la energía que se invertía en ese yoísmo desmedido, ahora se invierte en lo contrario: en mirar por el otro, en construir un sentido común.
Hay quien dirá que esto no es arte. Pero si algo ha demostrado el arte, es que todo puede ser arte si hay intención simbólica.
Entonces sí: hacer un pueblo donde nadie sea más que otro por tener talento, visión o fama es una obra. Donde nadie sube al escenario y nadie queda afuera.
Y sí, quizás todo esto suene ingenuo. Pero acuérdate que las vanguardias también lo fueron. El surrealismo, el dadaísmo, el punk: todos nacieron de una fe brutal en lo imposible.
Si Frankenstein fue castigo por jugar a ser Dios, Pueblo renunciaría ex profeso a jugar a ser más que el otro.
El arte solo necesita no repetir. Ahí cabe dejar de mirar hacia arriba buscando inspiración, y empezar a mirar hacia los lados, buscando compañeros de equipo.
La próxima gran obra no sería ni tuya ni mía.
Samaj Moreno
Manifiesto CHIN-PAN-FE: