Existen derechos tan evidentes que, paradójicamente, suelen pasar desapercibidos, y otros que, por no estar consignados con letras grandes en los códigos, se discuten como si fueran privilegios. Tal es el caso del derecho a la huelga de los estudiantes, ese gesto colectivo de suspensión que, más allá de su forma, expresa un principio profundamente democrático: el derecho a participar en la vida pública.
Nuestra Constitución, en su artículo 9.2, impone a los poderes públicos el deber de facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social del país. No hay edad mínima para la conciencia cívica ni para ejercerla de manera pacífica. Cuando los jóvenes deciden organizarse, manifestarse o incluso suspender sus clases como forma de expresión colectiva, no están confundiendo las herramientas de la democracia -ni mezclando “velocidad con tocino”- sino apropiándose de ellas de manera legítima.
Reducir la huelga a su dimensión estrictamente laboral es olvidar su historia y su capacidad transformadora. La huelga, desde sus orígenes, ha sido una herramienta de visibilización social, una manera de hacer audible la voz de quienes, por su posición, no siempre pueden sentarse en las mesas donde se toman las decisiones. Por tal motivo, cuando los estudiantes la utilizan, no desvirtúan el instrumento: lo reinterpretan desde su realidad, adaptándolo a un contexto donde no hay empleadores y sí un futuro en juego.
Los estudiantes no son ciudadanos de segunda, y su derecho a participar en la vida pública no depende de la causa que defiendan. Que opten por una huelga para reivindicar su futuro, su educación o para expresar solidaridad ante conflictos internacionales no disminuye su legitimidad. Y, si así los consideramos, será preciso que asumamos la responsabilidad colectiva de haberlos tratado como tales, porque nada hay más contradictorio que una sociedad que exige a sus jóvenes compromiso, pensamiento crítico y solidaridad, y al mismo tiempo los reprende cuando los ejercen.
En realidad, no cabe discusión sobre el ejercicio de ese derecho, como tampoco se nos ocurriría poner en cuestión la legitimidad de un trabajador que decide secundar una huelga para mejorar sus condiciones salariales o laborales. Hacerlo sería incurrir en un evidente agravio comparativo, una forma sutil de desigualdad que revela cuánto nos cuesta aún reconocer a los jóvenes como sujetos dotados de derechos y no como simples aprendices de ciudadanía.
Y, por supuesto, ya se sabe: hay personas para todo. En este contexto habrá quien se aproveche, quien vea en la huelga un día libre o una oportunidad de descanso. Pero eso no invalida el derecho, del mismo modo que no lo haría en el caso de los trabajadores que, por las razones que sean, se suman a una convocatoria sin convicción profunda. El abuso o la pereza no anulan la legitimidad de un derecho; la refuerzan, porque ponen a prueba la madurez con la que una sociedad sabe ejercerlo.
La educación, en su sentido más noble, no consiste únicamente en transmitir conocimientos, sino en formar conciencias. Enseñar democracia implica aceptar que la participación puede incomodar, que la solidaridad puede tener rostros distintos y que el aprendizaje de la ciudadanía se hace en la calle tanto como en el aula. Pretender que los jóvenes permanezcan en silencio, que sean espectadores pasivos de las injusticias o del sufrimiento global, es renunciar a la función esencial de la escuela: formar personas libres, responsables y capaces de actuar sobre el mundo que heredan.
Quizás la pregunta no sea si los estudiantes tienen derecho a la huelga, sino si nosotros tenemos derecho a negarles la palabra. Reconocer su voz no es una concesión: es una obligación democrática. Porque un país que no escucha a sus jóvenes difícilmente puede llamarse un país con futuro.
Lola Pujol
Jurista, especialista en derecho administrativo y derecho de la educación
Mediadora familiar, civil y mercantil
Profesora universitaria de derecho constitucional y derecho internacional público






