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La terraza, un relato de Laura Ferrer Arambarri

Por Laura Ferrer
23 abril 2022
en Opinión
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La terraza, un relato de Laura Ferrer Arambarri
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—No me fío, no me fío, no me fío —repite una y otra vez Daniel, al ver las imágenes del salón luminoso, del baño reformado y, sobre todo, de la enorme terraza sin vecinos a la vista. —Es que no puede costar ese dinero.

—No perdemos nada por verlo, ¿verdad? —intenta tranquilizarlo Katy.

Caminan rápido hacia el edificio, que es el más alto de la avenida de España, y enseguida ven a un hombre en el portal, una figura oscura, rechoncha y diminuta que se balancea de derecha a izquierda sobre sus pies y mira el móvil, claramente impaciente. 

—¿Llegamos tarde? —pregunta Daniel a Katy.

—No, vamos bien de hora, son las cuatro y ocho minutos —responde ella.

—Probablemente vaya con prisa porque tendrá una lista interminable de interesados. A este precio…

El hombrecillo les ha visto ya y les sonríe con unos dientes muy grandes en comparación con el tamaño de su cabeza. 

—Hola, hola, han sido puntuales ustedes, bien, bien. Parlen vostès eivissenc?

—No, no, hemos llegado hace unos meses, como le decíamos en el mensaje. Pero ya vamos a aprender, ¿verdad, Daniel? —responde Katy queriendo caerle bien. A ese precio.

—Claro, claro. 

—Bueno, yo me llamo Toni, como les ponía en el mensaje —dice el hombrecillo—

Katy y Daniel le ofrecen la mano pero él las deja dentro de los bolsillos. 

—Yo es que… desde aquello ya no doy la mano a nadie.

Katy y Daniel se miran arqueando las cejas mientras el hombrecillo mete la llave en la cerradura del portal. La decoración del recibidor es un poco anticuada, pero tiene su encanto setentero. El ascensor es nuevo y grande, lo que les permite subir hasta el octavo sin necesidad de pasar un momento demasiado incómodo. 

El hombrecillo revuelve el manojo de llaves entre sus dedos rechonchos y cuando se abren las puertas del ascensor ya empuña la del piso. Abre rápidamente y a Katy y a Daniel les llega un agradable olor a cosas sin estrenar. 

—¿Vive alguien en el B?

—En el B no vive nadie —apunta el hombrecillo sin más explicaciones.

Nada más atravesar la puerta, Katy y Daniel se miran abriendo mucho los ojos. El salón es enorme y muy luminoso; la cocina, perfecta; hay una habitación hacia la calle donde en su imaginación ya han instalado a Daniela y otra para ellos con vistas a Dalt Vila y al Puig des Molins. ¡Y la terraza que ven a través de la cristalera!  La terraza es lo mejor. 

El hombrecillo deambula por la casa, les enseña esto y aquello sin demasiado entusiasmo y sin percibir las ganas que tienen los visitantes de salir al exterior.

—¿Podríamos ver la terraza? —pregunta Katy, ya impaciente. 

—Claro, claro —responde, mientras consulta la hora en su móvil. —Esperen un segundo que quiero enseñarles algo —El hombrecillo vuelve a mirar la pantalla.

—Disculpe, ¿tiene usted prisa? —pregunta Daniel.

—No, no… solo que tengo que saber la hora siempre; es una manía que tengo desde aquello. Ya saben. No pasaba el tiempo en el confinamiento.

Les conduce de nuevo al baño para mostrarles que la ducha está recién instalada, que se pueden activar unos chorros y que el suelo es completamente nuevo. Mira de nuevo el móvil.

—Ahora sí. Veamos la terraza.

Los tres salen al exterior. Parece todavía más grande de lo que Katy y Daniel intuían desde dentro. 

—Vacía parece más grande que en la foto del anuncio. ¿No había muebles de exterior? —dice Katy, mientras la recorre de punta a punta. —Daniela va a poder aprender a andar en bici aquí. 

Daniel asiente con una sonrisa. 

El hombrecillo saca de nuevo su móvil y Katy se da cuenta de que ha accionado la función de despertador. Cuando se acerca más a él con curiosidad, el hombrecillo introduce rápidamente el teléfono en el bolsillo del pantalón. 


Les invita a acercarse a la barandilla y a disfrutar de las vistas. El hombrecillo les señala en el horizonte cada punto de la ciudad. Al poco rato, como unos cinco minutos o puede que algo menos, suena una alarma.

—Me temo que tenemos que finalizar la visita.

—Oh, ¿hay mucha gente interesada? —pregunta Katy.

El hombrecillo titubea antes de contestar.

—Sí, pero ustedes me han dado buena impresión. Si les parece bien, lo cerramos ya.

Katy y Daniel se miran sorprendidos.

—¿Ya? —casi grita Daniel, y Katy le da un codazo sin apenas disimulo.

—Me urge un poco porque quiero hacer un viaje largo y dejar las cosas ya arregladas por aquí —les va diciendo el hombrecillo mientras les acompaña a la puerta.

—Claro, claro, pero nos gustaría hacer una visita más, no sé, más calmada, para ver que está todo correcto —pide Daniel.

—De acuerdo, pueden venir mañana a la hora que deseen y ver el piso tranquilamente. Les dejo las llaves ahora. Un momento.

El hombrecillo se acerca a la puerta de la terraza y la cierra con llave. 

—¿Tiene llave la terraza? —pregunta Katy.

—Sí, por seguridad preferí ponerle llave para que no haya robos y esas cosas, ya saben… desde aquello hay más delincuencia. En un momento estoy con ustedes —dice el hombrecillo y se dirige al baño.

—¿No es un poco raro que quiera cerrar ya el contrato? No nos ha pedido ni las nóminas. Y nos va a dar unas llaves sin conocernos de nada —le susurra Katy a Daniel al oído.

—Vaya, ahora eres tú la que sospecha. Pues mira, yo creo que el piso está estupendo. Mañana investigamos bien todos los rincones, le preguntamos a los vecinos y ya nos decidimos. No vamos a encontrar nada mejor a este precio, de eso podemos estar bien seguros. 

El hombrecillo sale del baño y les entrega un juego de llaves.

Al día siguiente, sábado, Katy y Daniel se llevan a la pequeña Daniela a ver el piso.

Entran por segunda vez en ese 8º A y ya sienten que el lugar es suyo. Sonríen deambulando por el pasillo y curiosean todos los rincones. La niña, acostumbrada al diminuto piso de alquiler, corre de un lado a otro, completamente extasiada. Su madre busca restos de humedades, algún fallo en las baldosas. Daniel comprueba las cañerías de la cocina, los grifos, los armarios. No hay nada, todo parece perfecto.

En el manojo de llaves está la del portal, la de la casa, la de un cuarto que hace de despensa, escobero y que aloja también la lavadora pero, ¿y la llave de la terraza?

—No está, en las llaves no está la de la terraza —informa Katy.

Los tres observan el exterior desde dentro, decepcionados. Se hace un silencio y les parece escuchar un zumbido. Daniela pega la oreja al cristal.

—Oigo un fuuuuuuuuu —dice la niña 

Katy y Daniel la imitan y, ahora los tres, lo escuchan: Fuuuuuuuuu.

—Sí, puede que sea un ruido de las tripas del edificio, que está un poco viejo —deduce Katy. 

—Qué raro lo de la llave. Voy a llamar a Toni a ver qué ha pasado.

Daniel busca el teléfono en la agenda de su móvil. El hombrecillo descuelga al séptimo tono. 

—Ah, sí, disculpen, creo que les he dado el manojo de llaves que no era. Disculpen, disculpen  —repite. ¡Ah! y digan ya si lo quieren porque tengo a otra pareja interesada. Esta noche díganme algo. 

Daniel le dice que sí, que le dirán algo lo antes posible.

—Esta noche — repite el hombrecillo, y cuelga.

—Que dice que le digamos ya algo firme. 

—Pero qué exagerado, ¿a qué viene tanta prisa?

—Venga, vamos a hablar con los vecinos y si vemos que está todo bien decimos que sí.

Van timbrando piso a piso y se encuentran con otras parejas jóvenes con hijos, una anciana que vive con su nieta porque sus padres trabajan en Mallorca, un chico que vive solo con su gato. Todo bien, todo normal. No, no hay problemas de tuberías ni nada parecido. No, nadie ha escuchado un fuuuuuuuuu en los cristales, como mucho un poco de ruido de la calle pero con las ventanas de su piso de doble cristal no tendrán problemas. 

No hay mucho más que pensar. Llaman a Toni. Les dice que pueden comenzar la mudanza mañana mismo. Que ya les llevará otro día la llave de la terraza. 

Katy, emocionada, ha comprado un conjunto de muebles de exterior en un gran almacén de la carretera de Sant Antoni. 

—Todavía hay ofertas por la crisis. Me ha salido baratísimo. ¿Ha traído por fin las llaves de la terraza? Han pasado casi dos semanas, es absurdo.

Daniel le dice que acaba de recibir un mensaje en el que dice que se las deja en el buzón. 

—¿No pasa a saludar? Mira que es raro este hombre —dice Katy sacudiendo la cabeza. Baja corriendo al portal, recoge las llaves. 

Son algo más de las 11 de la mañana. Katy abre la puerta de la terraza y fuera sopla un viento terrible, huracanado. 

—En la calle no hace ese viento, qué raro. 

Dos horas después prueba a salir de nuevo. Imposible dejar los muebles fuera. Los colocan como pueden en el salón entre cajas de mudanza.

Por la noche las cosas siguen igual. El viento es implacable. No pueden salir, no pueden poner absolutamente nada en la terraza porque el viento lo arrastra y parece que se lo lleva por los aires. 

Al día siguiente las cosas siguen igual. 

Después de comer y tomar café, Katy intenta salir fuera y descubre que no hace viento. 

—¡Ha parado!, Daniel, ¡ha parado! —grita e instintivamente mira el reloj. Son las 16.25 horas.

Daniel y Daniela salen fuera y dan pequeños saltitos con Katy. 

La pareja saca los muebles de exterior y se tumba al sol. Han pasado apenas unos minutos y, poco a poco, van sintiendo que se levanta una brisa. Pasa un minuto más y la brisa se torna en viento flojo, cada vez más helado. Pasan unos segundos y el viento se vuelve cada vez más fuerte. Terco.

—¡Daniela, entra! —ordena Katy a su hija que corretea de un lado a otro. 

Entran todos y observan cómo el viento arremete contra la terraza en forma de pequeños tornados que arrastran por los aires los muebles de exterior. Pronto se elevan tanto que los pierden de vista. 

Leen los periódicos buscando noticias sobre muebles que caen del cielo pero no encuentran nada. 

Los días pasan y el viento sigue golpeando su terraza, huracanado. No pueden colocar ni una planta. El triciclo de Daniela ha salido volando. 

 En la calle no hay viento, en el portal no hay viento. Llaman a los vecinos y les piden salir a sus terrazas. Nada. Comprueban con el cronómetro en mano que el viento para entre las 16.20 horas y 16.35 horas. Salvo esos quince minutos, el resto del día la terraza es impracticable. Daniel llama a Toni, el número no da señal.

—Se iba de viaje, nos los dijo, un largo viaje —le tranquiliza Katy, pero mientras lo dice mira con el ceño fruncido la terraza, que sigue ahí, al otro lado del cristal vacía y sin uso. 

Pasan los días y, como cuando sucedió aquello, se acostumbran. Se acostumbran a lo extraño. Lo hacen suyo. Cada día salen a las 16.20 a la terraza. Quince minutos de sol es mejor que nada. 

Un día Daniel deja en la terraza la bolsa de basura del día. La bolsa desaparece. Otro día deja en la terraza unos restos de una pequeña obra que ha hecho en la cocina. Katy le riñe. 

—¡Le pueden caer a alguien los azulejos en la cabeza! 

Daniel lee la prensa y nunca cae nada en ningún sitio. Trae objetos cada vez más grandes de la calle para poner a prueba su terraza. Si encuentra un colchón o un somier lo sube a casa y lo ve desaparecer en las alturas, como si su terraza tuviera superpoderes.  Desaparece todo. En la prensa nunca hay ninguna noticia de una lluvia de objetos. 

—Hoy todo el mundo lo graba todo, ¿por qué no grabamos lo que pasa en nuestra terraza y nos hacemos virales?

Katy deja una bolsa de basura y graba cómo se la lleva el viento. Le da al play para verlo y no ve nada. No ve más que una terraza. Katy le da al play de nuevo al vídeo que acaba de grabar y no sale nada más que un plano movido de la terraza y del cielo. Ni rastro de la bolsa.

No lo entiende. Pero hace mucho tiempo que dejó de entenderlo todo. Se acostumbra.

Ya nunca bajan la basura. La dejan en la terraza. Les da rabia no poder dar uso a ese espacio, así que se inventan otros usos. La ropa que se va haciendo vieja. Esos zapatos que ya no usan. Ven desaparecer ante sus ojos cada cosa que necesitan que desaparezca.

Daniel descubre en una caja de la mudanza unas fotos de Katy con su ex. Pensaba que las había tirado tal y como le ordenó. Pero no lo ha hecho. Las pone en el suelo de la terraza. Desaparecen.

Katy comienza a tener problemas con una compañera de la oficina. La ha puesto en evidencia delante de sus compañeros porque asegura que se la encuentra hablando sola en su despacho mientras mira a través de los cristales de la ventana. Katy piensa en invitarla a tomar un café para hacer las paces y mostrarle la terraza. La primera vez que lo piensa no lo hace, la tercera vez que lo piensa su compañera pasa a engrosar la lista de personas desaparecidas de Ibiza.

Un día, Daniel piensa que sería buena idea ir a buscar a su mujer al trabajo e ir a comer juntos por ahí para despejarse. La nota un poco desequilibrada y ausente últimamente. Quiere darle una sorpresa y va a su oficina sin avisar. Mientras aparca, ve a su mujer a lo lejos pasándole la mano por la mejilla a Fabián, su jefe. Lo conoce bien. Han coincidido varias veces en los cumpleaños de los hijos de los compañeros. No sale del coche, arranca de nuevo y vuelve a casa.

Ya es casi verano. Después de comer salen a tomar el sol como siempre, quince minutos. Daniela se tira agua por encima con una regadera. Daniel y Katy están recostados en las tumbonas que tendrán que recoger dentro de unos minutos.

Daniel mira de reojo a Katy, después consulta la hora en su móvil. Son las 16.30 horas. Es casi el momento de recoger. Se levanta, coge en brazos a Daniela, entra en el piso, cierra la terraza con llave y corre las cortinas. 

Tags: Laura Ferrer ArambarriLibrosLiteraturaopiniónSant Jordi
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Comentarios 2

  1. Curra says:
    3 años atrás

    Buenísimo, da gusto desayunar con este tipo de relatos! Gracias

    Responder
  2. Xol says:
    3 años atrás

    Fantástico relato Laura! Pero tú y yo sabemos que a Eivissa la realitat supera con mucho a la ficción.
    Gracias por alegrarnos el día.
    De repente, se me quitaron las ganas de alquilar nada en la Av. de Espanya y aledaños.

    Responder

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