Era un día de verano de 1985. Habíamos vuelto de la playa, caía el sol y mi mejor amiga por entonces y yo jugábamos en la calle con la salitre del Atlántico todavía pegada a la piel y con restos rosas del Frigo Pie que habíamos compartido hechos costras en la comisura de los labios. “¿Cómo te imaginas de mayor?”, me preguntó ella sin venir a cuento. No lo tuve que pensar mucho porque lo tenía muy claro: Viviré en las Islas Canarias, no me casaré nunca para no tener que coser calcetines y seré rica. De las tres cosas acerté en dos, aunque me equivoqué de islas y una vez estuve a punto de casarme. Esa niña de casi 10 años, que vista en la distancia tiene algo de pitonisa o clarividente, tuvo la suerte de poder elegir muchos de los pasos que dio en la vida. Eligió sus estudios, eligió vivir fuera de su casa natal, eligió su trabajo, mudarse a una isla, eligió un banco para abrir su primera cuenta, eligió a sus parejas, eligió separarse, eligió no tener hijos, eligió su lugar de vacaciones… todo lo eligió ella, dentro de sus posibilidades, obviamente, lo que, en cierto modo, la ha hecho dueña de su destino, de sus equivocaciones y de sus aciertos. Pero ese poder de elección no ha existido siempre. Es más, si esa mujer hubiese nacido en el mismo pueblo y en el mismo país solo unos años antes, las posibilidades de haber podido elegir los derroteros de su vida habrían sido muy diferentes. Entre esa niña y su madre median 39 años y un abismo. Una de ellas ha podido elegir sobre su vida y su destino y la otra, no.
La madre, nacida unos meses antes de que estallara la Guerra Civil en 1936, ha circunscrito su vida al ámbito doméstico. Hoy en día eso puede ser una elección para muchas mujeres pero para ella no lo fue. Fue una imposición sin posibilidad de réplica. Hubiese elegido estudiar, no casarse nunca, no tener hijos. Pero no pudo. No tenía ese poder. El poder de elegir. Es más, cualquier disidencia de este camino trazado previamente para ella, para ellas, era castigado, a veces de las maneras más crueles e inimaginables (basta googlear, solo por poner un ejemplo, ‘Patronato de Protección a la Mujer’ para hacerse una pequeña idea de una de las muchas aristas de aquellos castigos a las rebeldes).
La España en la que esa madre vivió su juventud consideraba a las mujeres seres «incapaces» legalmente, sometidas a la tutela del «cabeza de familia», que era el marido, según el Código Civil español de la época. Mujeres que necesitaban autorización para trabajar, para abrir cuentas bancarias o para firmar contratos laborales. Un país en el que el divorcio no estaba permitido legalmente, y en el que el matrimonio era considerado indisoluble según la ley… y según la Iglesia Católica, no lo olvidemos, porque entonces ejercía un poder mucho más directo en la sociedad. En el país en el que vivió su juventud aquella mujer algo tan sencillo como entrar a un bar o a una cafetería sola a tomar un café era impensable. “Si ibas sola a un bar eras una buscona”, me dijo un día. Buscona.
Hoy las mujeres podemos entrar solas donde queramos, viajar solas, con amigos o en pareja, casarnos, divorciarnos, estudiar, trabajar en casa o fuera de ella. Somos ejecutivas, trabajadoras del hogar, cuidadoras, profesoras, astronautas… Podemos tener cinco hijos o ninguno, andar solas, con novio, con amantes o con marido… Elegimos. Aún existen muchos condicionantes que pesan sobre nuestras cabezas, especialmente sobre las mujeres con pocos recursos económicos, pero ahora tenemos una capacidad de elección que hace solo unas pocas décadas era impensable.
Mujeres y hombres que han trabajado y han luchado por esa libertad de elección, por esa igualdad real y efectiva en derechos que es lo que busca el feminismo —nunca he podido entender a quienes tergiversan de manera torticera su significado— observan (observamos) con inquietud una oleada retrógrada incomprensible porque la igualdad nos beneficia a todas y a todos. Ojalá sepamos contrarrestar esa marea y asentar el terreno ganado con tanto esfuerzo; unos derechos que en muchos países muy cercanos siguen siendo una utopía. Poder elegir es nuestro poder.