Ayer comencé a escribir este artículo cuando eran tres las mujeres asesinadas en España por sus parejas o ex parejas en unas horas. Hoy, las mujeres asesinadas son cinco, además del hijo de casi tres años de una de ellas. Un hombre de 63 años ha matado a su pareja, de 62, en Getafe (Madrid). En Gijón (Asturias) se ha encontrado el cuerpo de una mujer de 49 años que estaba desaparecida, tirado en un cubo de basura y su pareja es el principal sospechoso. En Algemesí (Valencia), un hombre ha asesinado a su mujer, de 41 años, y a su hijo, a punto de cumplir tres años. En Las Palmas de Gran Canaria, se encontraron los cuerpos de una mujer de 60 años y de un hombre de 57 en lo que apunta a un asesinato machista con posterior suicidio de él. En una cueva de Ruguilla (Guadalajara) encontraron el cadáver de una mujer que llevaba una semana desaparecida. Su novio es el principal sospechoso.
Estas noticias, ayer, en este país anestesiado, apenas ocupaban un hueco discreto en la escaleta informativa. Cuarta, quinta o sexta posición. Como si fueran rutina. Como si ya no dolieran. Hoy, el número es tan escandaloso, que ha escalado algunos puestos, sí, pero no abre ningún telediario, ningún diario de referencia.
Lo que sí se lleva titulares, análisis y tertulias a gritos es el politiqueo carroñero: los puteros nacionales, los delirios autoritarios de los de la cumbre internacional, y toda esa testosterona desbocada que convierte la política en un circo de egos y desprecio a la vida. Se lleva más tiempo (lo he cronometrado) que Mbappé se recupera de su gastroenteritis o que viene otra ola de calor a la Península. Mientras tanto, el feminicidio sigue cobrándose víctimas en el más miserable de los silencios, cuando no el mitad del negacionismo de esta violencia sistemática por parte de la ultraderecha, de los que aprovechan estas noticias para sacar a la luz su racismo o los que, todavía hoy, pensarán en «los motivos», en «celos», en «crimen pasional», en el «algo habrá hecho».
Este país, este planeta, tiene un problema gravísimo. No solo de violencia machista, sino de permisividad, de trivialización, de jerarquías informativas que blanquean el horror y lo esconden bajo una capa de “normalidad”. Y eso también es violencia. Porque lo que no se pone en el centro, se deja pudrir en los márgenes.
Yo no puedo más. Somos muchas las que no podemos más. No con este asco, no con esta desolación. No podemos más con el machismo estructural. Entre un putero y un asesino de mujeres no hay un abismo. Hay dos hombres que se sitúan por encima de las mujeres para usarlas, para eliminarlas como personas, ya sea destrozando su dignidad (la prostitución es maltrato previo pago) o destrozando sus vidas matando a sus hijos o, directamente, destrozando su existencia. Así de claro.
Cinco mujeres asesinadas y el hijo de una de ellas. Y tienen la indecencia de llamarlo «semana negra».

cuanta razón en la sinrazón